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A PESAR DEL MIEDO

Elsa Flores Hernández

El día de hoy me he despertado con prisa. No sé si la ropa que traigo se ve bien, o si el delineado ha quedado derecho, y mientras voy inmersa en mis pensamientos cotidianos se me viene una pregunta a la mente: ¿cómo afecta a las mujeres ver todos los días noticias sobre feminicidios y desaparecidas?

Recuerdo que hace unas horas mi inicio de Facebook estaba atascado de publicaciones sobre Ingrid o Fátima. En realidad, todos los días circulan fotos de nosotras, narrando como es que íbamos vestidas o describiendo gráficamente los hechos de nuestro asesinato. Se me viene el dolor al estómago, volteo a todos lados, estoy en el vagón exclusivo de mujeres del metrobús y me doy cuenta que hoy, al menos 5 de nosotras no van a poder regresar a casa, que en estos momentos alguien está siendo violada, golpeada, amenazada, etc.

¿Cuándo seré yo la que aparezca en una bolsa por la carretera? Se nubla la vista después de eso; toda la violencia que recibo al día por ser mujer cae sobre mi pecho, aplastándolo para no dejarme respirar, para matarme diario. Hago memoria sobre todo lo que he tenido que vivir…

Tenía 6 años cuando comenzaron a dudar de mis capacidades solo porque era mujer, a pesar de que demostraba ser la mejor en clase.

Tenía 8 años cuando la mamá de un compañero me llamó «menos femenina», porque en las tardes jugaba a las pistolas con mis otros amigos, intercambiaba tazos y no me importaba llenarme de tierra toda la cara.

Tenía 10 años cuando los hombres comenzaron a chiflarme en la calle; era una niña corriendo porque se le hacía tarde para su curso, amaba las faldas y los listones de colores. No sabía por qué ellos reaccionaban así ante mi presencia, yo ni siquiera los había notado, pero sentía incomodidad al caminar y comencé a cambiar mi forma de vestir.

Tenía 12 años cuando odié mi cuerpo, porque la televisión dice cómo es que realmente debe ser una mujer, y yo no cumplo con esos requisitos.

Tenía 14 años cuando en el transporte público, el señor que estaba sentado a lado de mí comenzó a tocarme las piernas.

Tenía 15 años cuando forcejeé con un compañero, porque él quería besarme a la fuerza.

Tenía 17 años cuando, en menos de un mes, tres hombres me siguieron hasta mi casa y yo lloraba todas esas noches en los brazos de mi mamá.

Tenía 19 años cuando al asistir a una fiesta fui acosada sexualmente toda la noche.

Tenía 20 años cuando el hombre con quien salía me decía loca y exagerada, solo porque no estaba de acuerdo con él.

Tenía unas horas de nacida cuando mi mamá ya sabía de todo el dolor que iba a tener en mi vida.

La violencia en la que estamos sumergidas se siente día con día, y la respuesta que obtenemos por parte del presidente es que nos toca vivir las consecuencias de un sistema neoliberal, y nos pide de favor que en las marchas —las cuales surgen de todo este enojo y cansancio de que nos maten, nos desaparezcan, nos vendan, nos callen a golpes, nos obliguen a parir y a ser madres— no rayemos el nombre de nuestras hermanas desaparecidas para que la ciudad hable. ¿Qué podemos esperar de un presidente al cuál no le importamos y no es capaz de reconocer los feminicidios, minimizando el odio que existe hacia nosotras?

Andrés Manuel es indiferente a nuestro sufrimiento, se ha quedado de brazos cruzados con la cifra de 73 feminicidios tan solo en el mes de enero, pero nosotras ya no callamos: hemos decidido salir a las calles todas las veces que sean necesarias para incendiar estaciones de metrobús, camionetas de periódicos amarillistas, puertas de secretarías ineficientes. La gente se asusta de nuestra rabia, nos llaman locas por gritar hasta caer rendidas en llanto por la injusticia que existe en este país.

A pesar que durante siglos las mujeres han luchado sin cansancio por arrebatar los derechos que les corresponden, en el último año el movimiento feminista ha tomado gran impacto, al menos en la CDMX. Cada vez se crean más lugares para las mujeres, donde podemos curar nuestras heridas históricas; nos comenzamos a apropiar de los espacios, nos escuchamos y organizamos para generar nuestras propias políticas en contra de un Estado machista. Ya no seguiremos más encadenadas al marido o al patrón: la revolución apenas está comenzando.

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