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Reflexiones sobre la muerte y sus ritos

Por Rodrigo Chávez

Hace apenas un par de días que en México celebramos el día de muertos, una festividad que, a diferencia de lo que Coco y Disney nos mostraron, no funge como una especie de aduana ni como una manera en la que los muertos viven en una sociedad de clase y segregación entre ellos.

En México existen rituales sobre la muerte bastante comunes como la velación, el entierro e incluso las novenas y rosarios que son tradiciones católicas que ayudan a la familia a comenzar y confrontar el momento de duelo y pérdida que acaban de sufrir, desde un punto estrictamente psicológico estos procesos nos ayudan a asimilar y procesar el estado de shock que el dolor nos deja y con ello poder llorar y desahogar nuestras emociones de una manera más sana que solo hacer como que nada ha pasado.

En México la tradición de día de muertos es una forma de ritual social pero a la vez personal que convenimos rescatar y que, a medida que crecemos, se vuelve más necesaria. Recuerdo, por ejemplo, que hasta hace unos años mi momento favorito de la ofrenda era poder comer lo que de ella recogiamos y sé que esto puede parecer bastante irrespetuoso pues hoy lo pienso, sin embargo esta percepción tiene que ver con el dolor y el nivel de significación que le damos a la ofrenda.

De pronto se me vino una sensación de tristeza y melancolía profunda cuando este año, al colocar el pequeño altar, comencé a deshojar el cempasúchil, comencé a recordar los años anteriores cuando desde un día o dos antes el patio se olía a copal que mi abuela encendía para los que ya no estaban, comencé a recordar que ella en años anteriores preparaba la comida favorita de mi abuelo y nos invitara a todos a la mesa para comer los platillos que ella ofrendaba a sus muertos.

Me descubrí pensando si lo que puse para ella en esta ocasión sería suficiente, comencé a tener dudas sobre el altar y a darme cuenta que la vida es precisamente un sentido irónico de lo que pasa frente a nuestros ojos y creemos dado de algún modo infinito hasta que ya no es más. ¿A qué hora prendemos el copal?, ¿Qué deberíamos ponerle?

Son cosas que uno no le pregunta a sus amados en vida, pero que resolvería las dudas que me abrumaron, de pronto recordé a mi abuela riendo y mirándome con esa dulzura que a cuestas le había costado años de dolor, de sufrimiento y de esfuerzo. He dicho antes que mi abuela es uno de mis referentes ideológicos y es, en cantidades inmedibles, la razón de la que soy como soy, de pronto ese deshojar del cempasúchil, ese acomodar comida, bebidas, dulces y veladoras me fue poco a poco llevando a una especie de transe.

Un transe en el que recordé con amor y con melancolía lo que viví a lado de mi abuela, las veces que me apoyó sin que nadie supiera, los abrazos, los regaños amorosos y comprendí que no era tan real aquello de que los rituales de duelo son para los que nos quedamos, porque alrededor de todo lo que pasó por mi cabeza pensé en quienes vienen y en la responsabilidad que sobre mí pesa ahora. 

No sé cómo explicar esa conjunción de melancolía y de reflexión pero entendí que quería que alguien pudiera tener en su vida a una persona tan maravillosa como fue ella en mi vida y entonces asumí lo inevitable, el mundo perdió hace algunos meses a la persona que para mí fue fundamental pero yo tengo la opción siempre de ser lo que ella fue para mí, quizá de eso se trata.

Max Weber dice que todo rito religioso (o no) está cargado de un profundo sentimiento y acto lógico, según él no existe nada más lógico que un ritual pues es la materialización de la capacidad de actuar y/o de conjuntarse y de pedir o de ofrecer algo con el propósito de recibir a cambio otra cosa, esta cosa puede ser material, es decir un ritual meramente económico en la que ofrezco a modo de trueque algo para al mismo tiempo recibir pero Weber nos dice también que lo recibido puede ser algo emocional, algo social, algo intangible.

Montar la ofrenda me hizo entender a Weber pues en efecto estamos ritualizando unas cuantas cosas que no tienen mucha relación entre sí o que incluso consumimos de forma habitual pero que en este contexto ritual nos dotan de cuestiones, emociones, recuerdos y reflexiones que no podrían darse por fuera del propio ritual.

Es decir, claro que extraño a mi abuela y a menudo me permito pensarla y conducir mis decisiones éticas y morales acorde a lo que ella me enseñó sin embargo esas reflexiones no me habían logrado despertar tantas memorias ni tantos sentimientos como los que experimenté en ese momento.

El ritual me dió a cambio de algunos objetos un sentimentalismo tan duro y profundo que no podría terminar de explicar, mis ojos se encharcaron pero no con dolor sino con un profundo sentimiento de agradecimiento por lo vivido y por lo dado.

La muerte entonces se volvió, por unos instantes, algo intangible. Ahí parado con el corazón en la mano, con la mirada fija en la luz de las velas y con el olor a flores entrando penetrantemente por la nariz la muerte no estaba, se había ido y entonces, entre los recuerdos sentí que la vida no es más que un continuo distractor de la esencia misma de la muerte.

¿Y si la muerte existe en tanto que no ritualizamos lo suficiente la vida? Y si el ritual a la muerte no es más que la extraña añoranza de la vida de los otros, ¿entonces? Morimos cuando biológicamente el cuerpo se nos apaga o nos aferramos a la romántica idea de que solo muere el que se olvida.

Quizá la respuesta está por fuera de esta dicotomía, quizá morimos cuando dejamos de conmovernos, cuando se nos secan los ojos, cuando ni con dolor ni con amor podemos sentir el corazón latiendo en lo hondo de nuestros cuerpos y sumidos en recuerdos olvidamos el olor, la sensación de quienes nos aman.

Tal vez la muerte es el olvido pero no un olvido de quienes se van sino un olvido de nosotros mismos sumidos en la producción infinita, sin pararnos un momento a deshojar una flor y a pensar en quienes hacen e hicieron de nosotros lo que somos y seremos. Quizá la muerte está más en la cotidianidad que en la inefable excepción de apagarnos el cuerpo

Morir entonces es el máximo rito de la vida que nos ha ido, por sistema o por naturaleza, matando poco a poco.

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