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“Que terrible, pero seguro en algo andaba”.

Por: Jorge Kahel Ruizvisfocri Virgen

Así es como los mexicanos solemos racionalizar la violencia. Como una conducta que realizan “los otros” que se dedican a alguna forma de actividad ilegal. Fingimos que la violencia y la muerte pertenecen a un mundo de maldad extrema, un mundo habitado por seres tan opuestos a nosotros que sus muertes son parte de la vida diaria.

Sin embargo, esto no es así. Hace días fue asesinado un niño de 13 años en Iztapalapa por dos adolescentes que no toleraron verlo en una motocicleta. Hartas del muchacho, las adolescentes lo persiguieron para balearlo en las calles de la delegación. Por una rabieta ridícula, un niño no volverá a su hogar y una familia tendrá que lidiar con el dolor de perder un hijo en un acto de odio irracional.

La muerte de este muchacho era algo completamente prevenible. Su muerte tuvo lugar porque somos una sociedad que acepta la violencia como parte de la vida, y cuando sucede la racionalizamos como un asunto de “los otros”. Por eso no tenemos políticas públicas para prevenir los factores de riesgo de violencia, porque nuestras autoridades están tan convencidas como nosotros que “en algo andaba”. Así, incluso los feminicidios se banalizan como “ajustes de cuentas” o “la niña traía tatuajes… seguro era una delincuente”.

Las crisis de violencias están alimentadas por la indolencia de nuestras autoridades, y nuestro poco interés en preguntarnos qué está pasando. En 1990, Medellín tenía una tasa de homicidios altísima: por cada 100 mil personas en la ciudad, 350 habían sido asesinadas. Tras los acuerdos de desmovilización de paramilitares, la tasa de homicidios descendió hasta 35 por cada 100,000 habitantes, una disminución significativa, pero que aún significaba violencia excesiva en la ciudad.

¿Quién cometía los homicidios que se registraban y mantenían a Medellín entre las ciudades más violentas del mundo, a pesar de que el conflicto con los paramilitares había terminado? La gente de Medellín. Los homicidios de la ciudad se empezaron a registrar cerca de los clubes nocturnos, los bares, las discos, los casinos y los aeropuertos, en las horas de la noche de los fines de semana. Se empezaron a registrar cuando las personas comunes y corrientes hacían cosas comunes y corrientes.  La hipótesis parece clara: dada la impunidad y la normalización de la violencia, cometer un acto criminal era una alternativa para solucionar cualquier disputa. Los Ángeles tuvo una dinámica similar con los homicidios “de pandillas” durante el inicio de la década del 2000: incluso aunque fueran cometidos por pandilleros, la mayoría de los homicidios se relacionaban con discusiones que escalaban de tono.

¿Cuántos homicidios en México no son disputas que se pudieron haber arreglado de otro modo? ¿Cuántos homicidios en México no son actos de impulsividad que terminan archivados?

Tenemos que recuperar nuestra capacidad de indignarnos ante la violencia. Volver a creer que cada homicidio es una tragedia, a secas, y que si ocurren en grandes cantidades es porque le hemos permitido al estado abandonar su papel en crear políticas para prevenir la violencia que podamos poner bajo la lupa. Mientras no lo hagamos, todo caerá en la bolsa del “seguro en algo andaba”, y la muerte seguirá acechándonos a todos.

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