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Entre el naranja y el rojo

Por Ángel Estrada

Las últimas semanas hemos estado bromeando respecto al hecho de que la Ciudad de México prolongue el retorno al semáforo rojo, en tanto que desde octubre han aumentado considerablemente el número de casos positivos y hospitalizaciones por Covid-19, ironizando, por ejemplo, con que desde la jefatura de gobierno se juega con diversos tonos de naranja con tal de no retornar a un punto donde tendrían que cerrar todos los negocios y limitar nuevamente la movilidad.

Las implicaciones de volver al rojo son graves. Significaría realentizar la recuperación económica, e incluso retroceder luego de una progresiva recuperación en el ingreso público que llegó gracias a la reapertura de los negocios no esenciales cuando ingresamos al naranja.

Para septiembre, en la Ciudad de México se habían perdido 218 mil 431 empleos formales a causa de la pandemia, es decir, aproximadamente dos veces y media la capacidad del Estadio Azteca, y aunque comenzaron a recuperarse un importante número de ellos, no han sido suficientes para subsanar el gran impacto y las pérdidas de empleos registradas en los primeros ocho meses del año, por lo que retornar a un semáforo epidemiológico rojo sería fatal, dado que eventualmente se perderían muchos más.

Es ahí donde las autoridades capitalinas se encuentran en un gran dilema, entre seguir prolongando el semáforo naranja, aunque ello implique un registro de infectados y hospitalizados más alta, que terminaría por llevarnos a la situación vivida a inicios y mediados de 2020, o retornar a rojo y cerrar la economía capitalina antes de navidad, lo que conllevaría a un desastre económico de dimensiones desconocidas.

No es sencilla la decisión que Claudia Sheinbaum tiene que tomar, porque en ambos casos las consecuencias son de alta gravedad. Por un lado, prolongar la estancia en un "Naranja con alerta máxima" o "Al límite", dejando comercios abiertos y un flujo de personas poco limitado para no causar mayores estragos económicos, pero dejando expuestas al contagio a miles de personas, o por otro lado, retornar al semáforo rojo, cerrar comercios y detener o incluso convertir el (de por sí lento) crecimiento económico en un decrecimiento, lo cual pondría en riesgo y la estabilidad económica de miles de familias capitalinas.

La pandemia llegó a nuestro país —y al mundo— para confirmar que la desigualdad socioeconómica puede cobrar miles de vidas, sin más, así de grave. Si bien es cierto que el Covid-19 no ha distinguido entre clases sociales a la hora de pasar factura y causar muertes, sí ha habido una diferencia marcada entre el número de personas muertas de clases altas y el número de muertos en situación de pobreza.

Por ejemplo, tan sólo en la Ciudad de México hemos aprendido que las alcaldías que registran más contagios y muertes por Covid-19 son casualmente las alcaldías donde habitan más personas en situación de pobreza, donde hay un recuento más alto de personas que viven al día, en la informalidad, y donde los ingresos son más bajos. Es el caso de Iztapalapa, la alcaldía con la tasa de defunción por cada 100 mil habitantes más alta de la ciudad; desde el inicio de la pandemia y hasta hoy acumula más de 28 mil casos confirmados, más de 2 mil 588 defunciones y una letalidad de 9 por ciento.

Podría argumentarse que la gravedad de la crisis sanitaria de Iztapalapa responde a su sobrepoblación, pero hay que recordar que la sobrepoblación de esta región provino de la que fue prácticamente una expulsión de las clases más bajas hacia las periferias de una ciudad que crecía y se gentrificaba. Tenemos así tres factores reales asociados o agudizados por la desigualdad: sobrepoblación, pobreza y trabajos precarios.

En cuanto a estos últimos, es necesario tocar el tema porque ha sido gracias a esa precarización laboral que se han aumentado de manera considerable el número de contagios, a falta de interés y responsabilidad por parte de los centros de trabajos que no han brindado condiciones mínimas de seguridad para sus empleados, o bien, por el factor ya mencionado de los trabajos informales que exponen la vida de quienes se cobijan en ellos para tratar de sobrevivir, sumado a que la gran mayoría se ve obligada a utilizar el transporte público en horas pico, aumentando el riesgo.

transporte público en horas pico, aumentando el riesgo. Y así como en Iztapalapa, hay muchas alcaldías en la misma situación, sobre todo en las periferias, lo cual pone, como coloquialmente se dice, "entre las cuerdas" a un sistema público que sigue siendo incapaz de generar mínimas condiciones de seguridad social, porque prácticamente desde hace cincuenta años no hubo gobierno que viera realmente por mejorarlas.

El costo de una desigualdad tan marcada y tan poco tratada históricamente lo podemos conocer hoy, cuando nos vemos frente al dilema entre seguir arriesgando vidas con tal de seguir creciendo y tratando de recuperar lo perdido al inicio de la pandemia, o volver a confinarnos para disminuir contagios y muertes, aunque eso ponga en riesgo la estabilidad económica y social de millones de personas que dependen de sus empleos para sobrevivir, mismos que, como ya conocemos, estarían seriamente en riesgo de perderse también.

Gobernar no es sencillo, y sin duda en estos momentos no me gustaría estar en los zapatos de Claudia Sheinbaum y tomar una decisión así de trascendental, pero entre inconvenientes, yo priorizaría la vida de las personas, retornaría al semáforo rojo y haría un llamado a las empresas privadas para que paguen salarios íntegros a sus empleados aún a la distancia, el tiempo que tenga que durar el confinamiento, y de negarse, suspendería en el futuro cualquier tipo de relación entre gobierno y la empresa en cuestión.

En estos momentos la cooperación y solidaridad de todas y todos es fundamental para hacerle frente a la que parece ser una ola importante de nuevos contagios, y empresas y gobierno juegan un papel elemental en esta cooperación.

Sin titubeos, es tiempo de volver al rojo.

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