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Sueños de tinta

Por Ankaret Alfaro

No sé de qué escribir, así que sólo lo haré.

Estaba leyendo Hablar en lenguas: Una carta a escritoras tercermundistas y es un texto que a mi me llena mucho el corazón. Los sueños que tengo con la pluma y el papel (o el teclado-  perdón, pero no suena tan romántico así), toman sentido y forma.

Estaba pensando entonces, en lo difícil que es tener sueños siendo mujer, siendo una mujer latinoamericana. Siendo una mujer mexicana, de la periferia, del pueblo lacustre al que le han arrebatado el canal y han intentado borrar sus quinientos años de historia. Siendo la primera hija, y hermana del varón. Siendo una mujer de clase trabajadora. Soy todo lo que las élites académicas no quieren escuchar, no quieren leer, no quieren entender. La única forma que tienen de escucharnos es una forma egoísta; tomándonos como ejemplos de sus investigaciones que les darán títulos, que logrará publicar sus nombres y levantar sus masculinos y podridos egos. Y ponen: “y me platicó”, “y me comentó”. ¿Y mi nombre? ¿Cuándo podré decir, ‘yo digo’, ‘yo afirmo’ y que sea válido y escuchado?

Cuando comencé a escribir lo hacía por desahogo, por querer vaciar mi garganta con letras de tinta corrida. Tenía menos de doce años. Y años después me burlé de mi misma y desprecié mis poemas sin estructura, llenos de sentimentalismo y vacíos de teoría, de referentes. Ahora, diez años después, cuando le di entrada a la escritura como una forma de vivir, como un proyecto de vida, como un sueño y una necesidad, me doy cuenta que no necesitaba esa estructura ni a esos referentes. Sólo necesito mis sentires, mis saberes y el alfabeto. Necesito creer firmemente en que lo que sé importa, y lo que siento importa mucho más, necesito “Convencerme a mi misma que soy valiosa y que lo que yo tengo que decir no es un saco de mierda.” (Anzaldúa, 1980).

Desde entonces escribo, porque sé que los pequeños saberes que tengo para compartir jamás son demasiado banales.

Desde entonces escribo porque me di cuenta de lo mucho que necesitaba que dejaran de callarme por mi volumen de voz insultante, y les hice frente escribiendo.

Desde entonces escribo porque adopté el escribir como una necesidad de gritar lo que me dijeron que era demasiado vulgar, indecente, políticamente incorrecto, tabú o aburrido para compartir en alguna charla.

Desde entonces escribo porque me les hago frente a quienes no quieren escuchar a las mujeres que son enterradas bajo sus contextos o con miles de etiquetas, supuestos y prejuicios.

Desde ahora escribo desde lo que siento para quitarme la gastritis y el dolor de garganta provocada por reprimir mis palabras y mis sentires.

Escribo como un acto de autocuidado, de ternura, rebeldía y deber.

En el primer renglón escribí que no sabía de qué quería escribir, pero esto es lo mágico de hacerlo: que fluyo, me encuentro, me descubro y me sorprendo de mi misma, de enterarme de cosas que no estaba enterada de mí, que no sabía que pensaba, que no sabía que sabía o no quería descubrir que sabía. Aprendo de mí misma, porque soy como dos energías: la que piensa y la que escribe, y hay veces en que la segunda le gana a la primera.  Escribir es como drenarme, con la vida me lleno y con la pluma me vacío. Es sano y es reconfortante.

Por otro lado, escribir lo que sabemos para compartirlo, me parece un acto de lo más bello. Me parece altamente incoherente absorber conocimiento sin compartirlo. Pero el problema es en que nadie quiere leer. Si no nos quieren escuchar, menos nos quieren leer.

¿Qué puede tener que decir esa mujer? ¿Qué puede tener que decir esa naca? ¿Qué puede tener que decir esa mujer india, violenta y delincuente de Neza, de Tepito, de Tláhuac, de la Sierra, del barrio, del pueblo?

Es difícil y frustrante ver cómo es que se toma preferencia de los textos e “ideas” (de ningún lado innovadoras) de hombres, o de mujeres hijas de algún académico reconocido, o de mujeres que viven en toda la comodidad de la centralidad, que tienen dinero y la posibilidad de tener tiempo libre para poder desarrollar sus habilidades – cualquiera que sea-. Porque nosotras, las que tenemos que trabajar, que cuidar, que mantener -sólo algunas el privilegio de estudiar-, tiempo libre tenemos poco, y eso significa menos tiempo para dedicarle a la práctica, al desarrollo, al perfeccionamiento, a la profundización.

Por eso entendí que la estructura, los puntos y comas, se acomodarán solos en algún momento, durante el andar. Que la importancia de escribir radica sólo en hacerlo. Aún con nuestro mal lenguaje no academizable, con nuestras leperadas, con nuestras vulgaridades y faltas ortográficas. ¡Que nos lean como sea, hermana!

Que nos vamos a sentir vulnerables en algún momento, nos vamos a sentir chiquitas, falsas, impostoras e insuficientes. Pero lo grandioso está en releernos y seguirnos sorprendiendo de nosotras mismas y en estar con la frente en alto y decididas de querer gritar con la pluma lo que tengamos que gritar. En tener claro que lo que escribimos es importante.

“Pluma, cómo pude haberte temido. Estás absolutamente domesticada pero estoy enamorada de tu salvajismo” (Anzaldúa, 1980)

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