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La guerra que no ha sido

Por Ángel Estrada

 

Han pasado 12 años desde que fue desatada la mayor crisis de seguridad desde la Guerra Cristera. Sus consecuencias, en términos de pérdidas humanas han sido a todas luces masivas, y a menudo se han llevado a cabo con extrema violencia. En términos políticos también ha habido implicaciones importantes, incluyendo el hecho de que la tendencia histórica de la violencia se mantiene a la alza, y para revertirla no parece haber una estrategia suficiente en el corto plazo. ¿Cómo llegamos a este punto? El discurso en 2007 fue que había que combatir al crimen organizado y a los grandes cárteles de la droga para recobrar la paz y no darles a éstos la más mínima oportunidad de arrebatarle a la sociedad a los jóvenes a través de los estupefacientes. Pero enfrentar a los cárteles no terminó con ellos, sino que los fragmentó y provocó disputas de poder cuando sus líderes eran detenidos o abatidos, todo ello bajo las cámaras de los medios que le dieron la dimensión de un macabro espectáculo. Todo esto produjo mucha más violencia, que se extendió sobre el territorio nacional ante la necesidad de estos grupos de tener a su disposición mayores cantidades de capital humano, ante lo cual comenzaron a reclutar a más personas, en su mayoría jóvenes y campesinos de escasos recursos, a quienes ofrecieron un sinfín de beneficios que el Estado, o la casi inexistente iniciativa privada nunca pudieron garantizarles, lo que acrecentó el número de personas en sus filas, dedicadas al narcotráfico, a la siembra de amapola, o a delitos como el secuestro. Si sumamos estos factores, el resultado es una tasa de homicidios sin precedentes. Y era tal su necesidad de adquirir poder y fuerza que los múltiples cárteles comenzaron a secuestrar a migrantes centro y sudamericanos que pasaban por nuestro país en su camino a Estados Unidos para que trabajaran para ellos. Muchos accedieron bajo amenazas o por su precaria economía. Quienes se negaron terminaron masacrados, como lo constata la masacre de San Fernando, en 2010, donde más de 70 migrantes fueron asesinados y sus cuerpos apilados en una finca. El país de paso se convirtió en el infierno de los migrantes, especialmente vulnerables dada su situación legal. Es necesario mencionar que dicha guerra trajo consigo el gradual deterioro del tejido social y un daño irreparable a miles de familias, comenzando por el derramamiento de sangre que se cuenta en más de 200 mil muertes de 2007 a la fecha; y que mantiene a más de 40 mil familias en una situación de zozobra desde que de un día a otro dejaron de conocer el paradero de algún ser querido que les fue arrebatado. Muchos de ellos quizá aún estén en alguna de las decenas de morgues saturadas que existen en el país, donde hay más de 26 mil cuerpos sin identificar; o en una de las más de 3 mil fosas clandestinas que se extienden por todo el territorio. En suma, esta ha sido una guerra que ha dejado abiertas las venas de la población mexicana: miedo, terror, duda, dolor, tristeza y enojo son algunos de los sentimientos que imperan en los hogares de miles de familias. Hace 12 años, quizá el anuncio de esta guerra se recibió de buena manera en el país. ¡Qué bien que al fin se combatiría de manera frontal al crimen! Pero hoy todos los argumentos que trataron de justificar dicha guerra se han derrumbado haciendo un ruido estrepitoso, destapando una cloaca que apesta a muerte, y una verdad que hasta el más ingenuo podría haber contemplado: la guerra nunca existió. O no existió en los términos en que fue presentada a la sociedad civil en un vídeo donde el entonces presidente de México, Felipe Calderón hizo un llamado a la paciencia, haciendo énfasis en que aquella guerra era necesaria, aún cuando implicaba pérdidas económicas y humanas, a las que llamó “daños colaterales”. Permítame aclarar esta aparente contradicción: sí existió una guerra, pero no entre el Estado y el narcotráfico. Hubo una guerra entre la sociedad y el sistema económico imperante, entre sociedad y una élite dueña de la mayor parte del poder en el país, una guerra entre sociedad y grupos delictivos, y sí, una guerra entre sociedad y gobierno. Digo esto ante lo acontecido en días recientes, donde el encargado de la seguridad en el sexenio de Felipe Calderón, Genaro García Luna, fue detenido en Estados Unidos por asociación delictuosa con el Cártel de Sinaloa de Joaquín Guzmán Loera, narcotráfico y enriquecimiento ilícito. Dicen por ahí que en el gobierno federal nada sucede sin que lo sepa el presidente. El mismo Calderón respalda estos dichos. Con base en ello surge la interrogante, ¿Calderón no sabía de los vínculos de quien fue su mano derecha con uno de los cárteles más poderosos del país? Adelanto la respuesta con respaldo de lo que el propio Calderón sostiene como argumento: claro que lo sabía. Y tarde o temprano Calderón tendrá que aclarar de qué manera lo sabía, qué es lo que sabía y las razones por las que no actuó en consecuencia. Resulta relevante mencionar esto porque la tesis se sostiene por sí sola: la guerra fue una simulación que tuvo como objetivo empoderar al Cártel de Sinaloa y diluir a cuantos otros cárteles se pudiera. El costo lo pagamos nosotros, la sociedad civil. Ellos pusieron el contexto y la guerra, y nosotros pusimos los muertos y el dolor. Calderón pretende hacer de su movimiento ´México Libre´ un partido político. Ojalá más temprano que tarde realmente seamos, en efecto, un México libre: libre de Calderón y sus colaboradores, y que éstos, por el bien del país, sean llevados ante la justicia por todo el daño que han hecho a México. Aprovecho para mandar a quienes leyeron y siguen leyendo mis columnas un abrazo cálido, deseándoles unas felices fiestas en compañía de todos sus seres queridos. ¡Feliz Navidad!

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