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Repensar la violencia electoral

Por Jorge Ruizvisfocri

Cada vez que hay un incidente de violencia relacionado con el poder, una explicación aparece (prácticamente en automático) para darle sentido a la violencia: fue el narco. De hecho, algunos opinólogos han llevado al extremo el razonamiento que ya tenemos una especie de algoritmo para explicar la violencia en México: “En el estado/municipio/colonia/calle de x, el grupo de fulano y el grupo de mengano se disputan el control, lo que explica la violencia del lugar”. Pero este razonamiento, si bien bastante “lógico”, está dañando nuestra capacidad de entender la violencia y pensar en estrategias útiles para reducirla.

Gustavo Fondevila escribió en Reforma al respecto de la violencia electoral que “al analizar la concentración espacial de homicidios en el País, se descubre de inmediato que sólo el 18 por ciento de los homicidios del proceso electoral en curso están localizados en estas regiones de violencia”. Es decir, la mayoría de los homicidios de candidatos en 2021 se dieron fuera de los lugares que podríamos considerar “el espacio de disputa entre grupos”. De hecho, Fondevila señala que, en algunos estados, la violencia contra candidatos se dio en municipios con tasas de homicidio relativamente bajas.

Si la violencia contra los políticos se diera en el contexto de “la violencia criminal”, lo mínimo que podríamos esperar sería que los atentados y homicidios de candidatos sucedieran en los lugares más violentos. Pero no fue así. Fondevila señala muy bien que hay otra posible explicación que estamos ignorando en la violencia contra los candidatos: la violencia es una forma más de hacer política.

Paul Gillingham escribió para un artículo en Noria Research que la política en México ha estado históricamente relacionada con dinámicas de violencia. Hasta los años 50’s, las elecciones se definían con sangre, plomo y acero: Gillingham cuenta que la situación era tal que el cacique potosino Gonzalo N. Santos fraguó un fraude en los años 40’s con la ayuda de un ejercito de pistoleros… en la capital misma del país. Sin embargo, Gillingham también señala que cuando el país “se institucionalizó”, la violencia siguió ahí: si bien ya no era tan descarada cómo en la época de la política de las pistolas, las fuerzas de seguridad, matones y otros actores ejercían cierta violencia para disuadir a potenciales competidores y reducir la resistencia potencial de electores rebeldes (y relevantes) contra “el bueno”.

Y la violencia nunca se ha ido. Incluso la “transición democrática” fue un ejercicio marcado por la violencia. Hélène Combes ha investigado las dinámicas de violencia política contra la oposición (particularmente la oposición perredista de los años 90’s) y encontró que la violencia se ejerció como un mecanismo para tratar de impedir la pérdida de espacios de poder y la entrada de dinámicas de pluralismo político. La violencia se convirtió en una estrategia para gestionar, adquirir y negociar el poder.

Es fundamental que empecemos a pensar que las violencias en México son dinámicas muy variadas, donde “el narco” puede ser un factor que sirva para enmascarar las razones detrás de atentados y homicidios. Necesitamos repolitizar la violencia y pensarlo como un fenómeno de extrema complejidad, pues si seguimos pensando con conceptos insuficientes no tendremos capacidad para hacer frente a los finos matices que dan muerte a nuestros ciudadanos y nuestra democracia.

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