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Crónica de una mujer, 2021

Por Elsa Flores

Ha nacido el día, se nota por el danzar de luz y cortina. Son las 6 am, no he podido cerrar los ojos en toda la noche, estuve velando a la luna buscándole rostro que pudiera dar respuestas. En cualquier momento sonara el despertador y mi marido, ojalá no lo fuera, con brusquedad peleará en la cama para salir de ella corriendo al baño. Yo tendré que ser sombra para dirigirme a la cocina y preparar la mañana de todos.

Son las 7 am, ya se ha ido con un beso mecánico en la mejilla. Recorro los pasillos casi flotando para mantener la inocencia de los sueños que aún están en los niños. Desde aquí, puedo observar el mar salvaje que llevan por cabello, tengo que despertarlos.

Apenas he podido verme en el espejo­ —de fondo solo ruido de las clases, de risas, del trafico citadino, los vecinos han prendido la tele y otros han comenzado a discutir— me pierdo en el cansancio que hay debajo de los ojos, apenas son las 10 de la mañana de otro día idéntico al anterior, encerrada en unas paredes que aprietan con fuerza el tórax. Ya no soy la mujer que antes fui, antes de cerrar por más de un año el cerrojo de la puerta.

El teléfono suena, es mamá, llama todas las semanas para preguntar cómo estamos y sin pausa comienza a hablar. Papá esta bien, parece ser que a mi hermano lo han despedido y ahora la incertidumbre es el paisaje. No puedo creer que sea otra semana, se me han ido los días entre las pestañas. En otro parpadeo ya son las 3 de la tarde, tengo que darle de comer a los niños. Cuelgo

Apenas el agua cae como roció por el cuerpo, siento los huesos debajo de la piel, pero no hay pensamiento que pueda mantener por más de 3 segundos. Tengo 5 min para salir del baño antes de que los niños noten mi ausencia y comiencen una guerra de quién llora más alto. A las 6 llega mi marido, faltan 13 minutos son suficientes para prepararme mentalmente, aunque el alma manifieste taquicardia los suspiros ahogados en lagrimas comprimen cualquier otro sentimiento.

Llevo más de media hora sentada en el comedor viéndolo hablar, recorro desde su frente hasta la barbilla buscando algo que aún no sé que es. Su risa estruendosa me hace volver al presente, quiere ver su programa de las 8 pero los niños juegan dando vueltas en la sala y los ahuyenta en un grito, derrotados arrastran los juguetes a su cuarto.

Se durmieron ya hace un rato, pero un ancla ha caído en mis pies imposibilitando dejarlos. He revisado si están bien tapados por lo menos 20 veces y le di tantas vueltas a su cuarto para cerciorarme que este limpio. No hay nada que me mantenga ahí más que el sentimiento de protección, de amor, de desesperación por darles a saber que mamá está presente, aunque calle.

Se me ha exigido salir de ahí, vuelco la cabeza para ver la hora, son las 11, me pase más de una hora con los niños. Él se encuentra alistándose para dormir, y cuando acaba se acerca para confirmar que iremos el fin a la casa de su mamá, ante mi negativa días anteriores, aprieta mi brazo con su mano para lastimarme lo suficiente. He de tener una colección de moretones en el cuerpo.

Otra vez no he podido dormir, el reloj suena como canción de cuna llevándome a lugares que ya no existen. Paso lista a los pendientes que tengo para mañana, todo tiene que ser perfecto pero poco a poco la marea me llega a la cabeza y siento como si fuera niña apunto de dormir en los brazos de mamá.

La alarma suena de golpe y una vez más me vuelvo sombra, la rutina de la mañana se cumple. Despierto a los niños, los baño, los preparo, les doy un beso en la frente. Todo esta listo, tomo los cubrebocas y las llaves del auto. Hoy nos vamos de esta casa para nunca volver.

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