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Efectos secundarios

Por Rodrigo Chávez

El triunfo electoral del 2018 representó, nos guste o no, un cambio en el escenario político en México. Décadas y muchas vidas tuvieron que pasar para que un gobierno emanado de la oposición tomara el poder. Conglomerando movimientos sociales, un desgaste en la política hegemónica y un descontento generalizado el sueño de personas como Pablo Gonzáles Casanova, Manuel Clouthier, Arnaldo Cordova y muchos otros demócratas mexicanos se vió consolidado en la toma de posesión de Andrés Manuel.

Sin embargo este cambio no solo trajo cosas positivas, recuerdo que una de las conversaciones con mi entonces pareja después del furor del triunfo fue la interrogante que me parecía vital: ¿qué va a pasar ahora con los movimientos sociales? Mi lectura política era muy clara, los movimientos sociales tenían dos opciones, seguir militando desde la crítica aún en alianza con el gobierno federal y a su vez profundizando el proceso o bien podían creer que el ascenso en el poder de Andrés Manuel era suficiente y se desarticularían de manera peligrosa dando paso a un proceso complicado de vacío que podría ser altamente peligroso.

A casi cuatro años del triunfo electoral de Andrés Manuel el tiempo me ha permitido comprender que lo que alcanzaba a vislumbrar es mucho más peligroso y a la vez frustrante de lo que creí. Supuse en su momento que la desarticulación de los movimientos sociales sería un gran problema pero nunca pude prever que  la antipolítica vendría a llenar aquel vacío que se tornaba peligroso.

No solo han desaparecido del mapa los movimientos estudiantiles, magisteriales, campesinos, de la sociedad civil e incluso los movimientos con alta filiación política, sino que el triunfo electoral de la izquierda institucional, del progresismo; ha gestado una generación completa que de manera voluntaria ha renunciado a la idea de democracia, de política, de academia y de instituciones. Con un alto vuelo de arrogancia generacional he escuchado decir que la democracia es algo que no importa, que los partidos no sirven, que la academia es despreciable por privilegiada y así he podido encontrar denostaciones a todas aquellas instituciones que costaron sangre y sudor en generaciones pasadas.

La antipolítica ha existido desde mucho tiempo antes del triunfo electoral en 2018, es cierto, pero no había tenido un auge tan grande en México. Hemos perdido el sentido como sociedad de lo que representa ocupar y cuidar las instituciones de todo tipo, hemos abandonado ya la idea de que un país mejor, un mundo mejor puede ser posible y nos entregamos enteramente al derrotismo ideológico abriendo paso a quienes no tienen intención de que las cosas cambien de origen para, de una manera irresponsable, auto cumplir nuestra profecia catstrofista.

No voy a negar que muchas de las críticas emanadas en contra del progresismo son sustancialmente correctas, el gobierno de Andrés Manuel, como el de ningún otro presidente progresista son la resolución absoluta a problemas añejos y vicios generales de los sistemas políticos, debemos entender que el progresismo es un periodo transicional entre el neoliberalismo y las nuevas formas de organización política y de administración pública. Periodo transicional que requiere entonces de un alto compromiso para profundizar y transformar dicho sistema y no hay otra forma de hacerlo que tomarnos las instituciones, ¿cuáles instituciones? TODAS.

Necesitamos a los universitarios tomando la academia, proponiendo y generando teoría crítica que pueda ayudar a corregir las contradicciones naturales del progresismo, necesitamos a las y los activistas en la lucha popular para señalar ahí en dónde hace falta corregir el rumbo de la administración pública. Necesitamos de los jóvenes tomándose no solo el partido del presidente sino todos los partidos para arraigar y profundizar la democracia en México. Necesitamos de todas y todos.

La antipolítica no es una respuesta, por el contrario, es un arma de desmovilización que puede costarnos caro sobre todo a quienes anhelamos que el mundo mejore. Como ya dije el progresismo es un punto de transición que si no aprovechamos como una coyuntura que nos permita la materialización de la utopía entonces esa transición se verá perdida con el tiempo y la derecha volverá al poder no como la conocimos, de maneras más crudas y violentas. Lo hemos visto en Brasil con Bolsonaro, en Argentina con el Macrismo y con muchos otros periodos.

Asumamos entonces la responsabilidad que sobre nuestros hombros pesa, la responsabilidad histórica de aprovechar el momento de transición y conformar un sistema político, una sociedad distinta, no renunciemos a los sueños, a las ideas, porque solo con ellas podemos verdaderamente cambiar las cosas. Esta columna es un grito desesperado a aquellas personas que sé que sueñan ambiciosamente con un cambio profundo, lo sé porque de ellos he rodeado mi vida, es un grito desesperado por no perder la fé, por no renunciar a la oportunidad de hacer esto juntos. Es un llamado de emergencia a no permitir que nos apaguen los sueños.

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