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Vencer al miedo para hallar la verdad

Por Ángel Estrada 

 

El calor era sofocante en Acapulco. Era como si tuvieras la cabeza metida en una cámara de vapor caliente todo el tiempo. 

 

La cita era en una colonia llamada La Mira, en una parte alta de la ciudad. Ahí, miembros del colectivo, marinos y peritos de la ahora FGR estaban trabajando arduamente en las labores de búsqueda desde las 7 de la mañana.

Íbamos tarde; el viaje fue largo desde la Ciudad de México, así que nos apresuramos a tomar un taxi afuera de la terminal de autobuses (todavía hay vochos funcionando como taxis en Acapulco), y bastó con mencionarle el nombre de la colonia al taxista para darnos cuenta de que aquel hombre era un auténtico GPS.

 

Él, de mirada perdida a través de los cristales de su viejo automóvil, conducía veloz, incluso pasándose unos cuantos semáforos, como si supiera que íbamos tarde a nuestro destino. Y aún así, su semblante reflejaba la calma de quien conoce bien sus calles. Lanzó algunas maldiciones para sí mismo contra los semáforos inútiles de su ciudad, y luego comenzó a cantar “El Rey”, mientras se adentraba en calles cada vez más estrechas y exageradamente inclinadas. ¡Qué fuerza tienen los vochos!

 

Coral, representante legal del colectivo y mi acompañante de viaje, iba notoriamente nerviosa y me preguntaba en repetidas ocasiones si yo lo estaba. Yo no sabía si lo estaba, pero me sentía extrañamente tranquilo; ya estaba ahí, no había vuelta atrás.

 

El taxista nos dejó en el lugar que le pedimos, pero el lugar de la cita se encontraba un poco lejos aún. Para llegar había que subir más calles inclinadas y escaleras desproporcionadas que llevaban a lo más alto de un cerro lleno de casas por donde -hice este comentario en voz alta- parecía que no había pasado Dios. A lo lejos, el imponente Océano Pacífico se mostraba glorioso en dos tonos de azul, chocando sus olas contra los acantilados e inspirando una frescura envidiable. Llegó el momento en que nunca pareció tener final, y que más bien añoraba mezclarse con la inmensidad del cielo azul.

 

Después de estar perdidos por un largo rato, subir y bajar, regresar, preguntar y caminar con las piernas temblando, al fin vimos las camionetas de la Marina estacionadas en la puerta de un pasaje que daba a un camino de tierra y maleza.

 

—Buenos días, venimos con el colectivo.

—Buen día, ¿quiénes son ustedes o qué? —nos preguntó un marino con tono intimidante.

—Soy del colectivo, vengo con Lupita. —respondió Coral.

 

Nos dejaron pasar. Una vez adentrados por la puerta bajamos unas escaleras y atravesamos una pequeña carpintería donde un hombre viejo reposaba sobre una silla. Después todo fue tierra, un camino estrecho junto al que no había nada que nos protegiera en caso de resbalar y muchísima basura.

 

En ese momento el corazón se aceleró. Ya estábamos ahí.

Poco antes de llegar, el ruido de las palas y los picos nos mostró el camino. Por fin las vimos: un grupo de mujeres con playeras blancas y gorras nos recibió con vasos de agua fría y rostros que combinaban el buen ánimo y el cansancio, la esperanza y la incertidumbre.

 

Coral me presentó como un estudiante de la UAM que había ido a conocerlas y entrevistarlas. Accedieron con una sonrisa.

La mujer que conocí afuera de la SEGOB en 2018 mientras estaban en huelga de hambre, Lupita, aún no descendía de una parte más alta del cerro, pues todavía estaban excavando.

 

Al vernos de frente me dijo que le alegraba que hubiéramos llegado. Dio instrucciones a Coral para que yo empezara con las entrevistas y siguió con sus labores. No parecía inmutarse con nada, y esbozaba una sonrisa en cada oportunidad que tenía.

En una parte baja del cerro ya había fosas abiertas, y más arriba habían abierto más. De las primeras lograron recuperar dos cuerpos el día anterior a mi visita. En las fosas abiertas el día que estuve presente no hallaron ningún otro.

 

Las madres y mujeres que estaban ahí reunidas solo esperaban pacientes bajo la sombra de la maleza que las cubría del incesante calor, con la mirada en puntos fijos que constantemente cambiaban y sin mucho qué hacer. Realmente no importaba que este o aquel cuerpo recuperado perteneciera a su familiar, desaparecido mucho tiempo atrás, pues al cabo era una vida y alguna de las miles de familias que viven el dolor de una desaparición en México sabría por fin la verdad. Eso es lo que importaba, por eso estaban ahí.

 

Cuando por fin bajamos del cerro con rumbo a Chilpancingo, a bordo de una suburban que las madres rentan para poder viajar, se presentó la oportunidad de poder entrevistar a varios miembros del colectivo:

 

El primero fue don Marco, un campesino de 64 años radicado en Ayutla. Se disculpó en varias ocasiones conmigo por no poder hablar bien español, pues su lengua materna es el mixteco, y se disculpó también “por no saber mucho”, pues no tiene estudios.

Su hijo desapareció el 22 de junio, pero no recuerda exactamente en qué año. Según su memoria, éste 2020 se cumplirán 7 años de aquel hecho. Narra, como puede, que su hijo salió a hacer “un mandado” y ya no respondió en la noche cuando su esposa le marcó.

El señor Marco se niega a hablar en tiempo pasado cuando habla de su hijo: “Él estudia Derecho, solo le falta un año y termina. Ahí anda, trabajando en asuntos indígenas, ayudando a gente pobre, gente campesina. Lo andamos buscando hasta hoy.”

Don Marco considera que su salud se ha visto mermada desde la desaparición de su hijo, pues además del campo se dedica a fumigar para ganar más dinero, y teme que los líquidos que utiliza sean los responsables del problema de su pie. Su esposa, dice, también ha enfermado. La pobreza los ha condenado a pasar un suplicio aún mayor.

A pregunta expresa sobre si aún recuerda a su hijo tal como era, Marco responde que sí con la voz quebrada, y brotan lágrimas de sus ojos. No quisimos seguir.

 

Luz María tiene 19 años. Su hermano, de 20 años, desapareció el 28 de julio de 2017 después de ir a una entrevista de trabajo de la que ya no regresó. El último mensaje que recibieron de él aseguraba que estaba bien, en casa de familiares de su esposa.

Días más tarde, uno de sus amigos avisó a su familia que lo habían reconocido en la SEMEFO por un tatuaje que llevaba en el brazo. Pero al asistir al SEMEFO pudieron ver que el cuerpo no estaba completo, y que tampoco estaba la parte donde llevaba el tatuaje.

Desde entonces han emprendido una eterna búsqueda para saber la verdad sobre el paradero de su hermano, y por eso ella y su madre se integraron al colectivo Chilpancingo, que significa para ellas una luz de esperanza, un posible camino hacia la justicia.

Luz María sitúa los recuerdos de su hermano en la época cuando eran niños y jugaban o peleaban, cuando reían y lloraban. Aún conserva con gran amor las cosas de su hermano.

Su vida cambió cuando él desapareció: se alejó de sus amigos y de su vida, dejó el alcohol  y se dedicó de lleno a estas tareas: “Sin él ya no es lo mismo, ya no me dan ganas ni de salir, me encierro, pues.”

Para ella no ha tenido tiempo. Vaya, ni siquiera quiere permitirse sentirse mal; dice que debe ser fuerte por su mamá.

Al preguntarle qué le diría a su hermano si la estuviera escuchando, la respuesta no necesita explicación: “Que lo extraño, y que le hace mucha falta su hija, porque su hija debería estar con él, deberían estar juntos, él debería estar viendo crecer a su hija. Siento que todavía no era el momento de que él se fuera porque le faltaban muchos momentos. [...] Me daría gusto saber que sí lo mataron pero sí lo encontré, al menos lo encontré, aunque sea no vivo pero sí encontré su cuerpo como es.”

 

Estos solo son dos casos, pero es así como pasa la vida en Guerrero, uno de los tres estados más pobres del país; injusticia, dolor, miedo, hartazgo, violencia, tensión, incertidumbre, olor a muerte, a fuego, a pólvora.

El abandono y las trabas de parte de las autoridades aumentan la tensión y el desgaste, pero continúan en la lucha contra cualquier obstáculo.

La vida también pasa muy rápido. Los recuerdos quedan para después porque en la mente prevalece la idea de buscar para encontrar, y una fe inmensa sostiene cada intento de autosabotaje, aún cuando parece que las rodillas van a doblarse.

Pero pese a ello, el Colectivo Chilpancingo demuestra como nadie una capacidad de todo ser humano: la empatía. A sabiendas de que es poco probable que en una jornada de búsqueda encuentren a sus seres queridos, toman las varillas, las palas y los picos, suben a sierras, caminan en llanos y pisan lodazales para cavar en búsqueda de algo que pueda conducir a una familia a la tranquilidad: “Aunque no los encontremos a nuestros familiares, pero a otras personas sí, y pues para que descansen sus familiares porque es un desgaste para uno.”, afirma una mujer del grupo.

 

No hay descanso, son jornadas largas, pesadas como el plomo. Bajo los más de 30º C de la costa guerrerense, las madres y miembros del colectivo hacen solo una breve pausa para compartir gustosos los alimentos que prepararon para la jornada.

El agua fría que moja sus labios les cae como si hubiesen encontrado un oasis en medio del desierto. El miedo no se ha ido, pero lo han obligado a hacerse más y más pequeño.

 

Las miles de víctimas de desapariciones esperan ser encontradas y que se haga justicia. Parece disco rayado, pero hay más de 60 mil personas desaparecidas en México, y hay más de 26 mil cuerpos sin ser identificados en las diferentes SEMEFOS del país. Si de fosas clandestinas se trata, no es una exageración decir que el país se volvió un enorme cementerio, pues existen más de 3 mil fosas donde se han localizado al menos 5 mil cuerpos.

 

En el primer año de gobierno de Andrés Manuel se reportan 5,184 personas desaparecidas, y si bien el número es menor al reportado en 2018, hay un enorme reto de reducir esa cifra más y más.

 

Como dije antes, no habrá un país justo si no hay un país donde prevalezca la verdad. Y esa es la única exigencia de las familias de Chilpancingo hacia el gobierno: que se haga justicia, que se revele ante el mundo la verdad.

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