top of page

Historia intermitente

Por Paolo Sánchez

Cuando pequeño, no hacía más que insistir en que brincáramos en los charcos de las accidentadas calles de la ciudad después de las intensas lluvias, o que me descalzara en los jardines para sentir el pasto bajo mis pies. Haciendo caso omiso a la recomendación de todo buen amigo frente a la desesperanza, Posh, como lo bautizamos no sé cuándo ni dónde, sugería porfiado echarle limón a las heridas. Tenía también un mantra para la derrota: “Sí se puede, es fácil y lo voy a lograr” y arremetía con él cada que había que tenacearle a la vida.

Durante varios años nos reunimos todos los lunes con religiosidad en el extinto café San Diego en Coyoacán. Diferíamos en casi todo y ahogábamos las tardes en café, que siempre preparó con ingentes cantidades de azúcar, e invectivas. Las disputas eran momentáneas y terminaban tan pronto pagaba la cuenta. Todo intento de acometida quedaba pospuesto para la semana siguiente.

Uno de esos tantos lunes, caminaba con él por los oscuros jardines del parque San Diego. Paseábamos a los perros y teníamos conversaciones silenciosas que difícilmente perduran en la memoria. Entre los pastos, dos enamorados, o por lo menos así les describo en el presente para efectos dramáticos, disfrutaban de la soledad que el lugar ofrecía y que tan bien se lleva con las pasiones. A varios metros de distancia, en un impulso depredador, Posh se percató del inconfundible estallido de los besos y observó detenidamente el vigor con el que la pastura se agitaba. Sin pensarlo, abandonó nuestra conversación y corriendo se acercó a aquellos cuerpos enredados para gritarles no sé qué y apuntarles con el celular simulando que les grababa. Con los sentidos aún adormecidos y las ropas, así como su romance, a medio caer, los acaramelados corrieron, corrieron en direcciones opuestas para no ser incriminados.  El verdugo de aquel amor se desternillaba, como pocas veces llegué a ser testigo, regocijado por haber liquidado la noche de rebeldía apasionada de dos jóvenes desconocidos.

También fue generoso. Un castigo de mi madre, a causa de no sé qué cosa, me sumergió en un terrorífico escenario: aquel en el que las pantallas no están para hacer correr el tiempo. Con la necesidad de llevar los días a término, en uno de esos momentos en los que se precisaba el mentado “sí se puede, es fácil y lo voy a lograr”, comencé a hojear todos los libros que adornaban los rincones de la casa. Otro de esos tantos lunes, al relatar mis hazañas, Posh me llevó a la librería. Nació ahí otro de nuestros rituales: mientras él bebía café (o azúcar con café, para describir de mejor forma el brebaje) sentado durante largo rato, yo recorría los pasillos, las páginas, me recorría a mí mismo.

Mi historia con Posh, mi abuelo, fue compleja e intermitente. En cada uno de nuestros encuentros le robé besos en la mejilla que no solía devolverme. Ante los “te amo” al despedirnos por teléfono respondía con un tímido “órale pues”. En ocasiones me resultó un misterio y en otras tantas una certeza. Cuando dejamos de reunirnos cada lunes, trasladamos nuestros desencuentros a la mensajería instantánea. Ahí seguimos dando muestra de nuestra envidiable habilidad de abandonar las batallas con un “¿cuándo nos vemos?” Cada que lo hicimos me enteraba con gusto de la sobrevivencia de nuestro cariño tácito, uno que no tenía palabras.

La última vez que lo visité, lo hice sin saber qué esperar. A nuestra historia intermitente no le quedaba mucho tramo por recorrer.  Llegué a dudar sobre él, sobre nosotros y qué representábamos el uno para el otro ¿Qué tanto eran mis dudas certezas resguardadas? Llegué a pensar que era oportuno expresarle mi amor, esperando que lo hiciera de vuelta ¿Qué tanto podía lastimar a nuestro amor la reiteración apasionada de lo obvio, de aquello que no tiene palabras? La cosa no fue distinta, platicamos silenciosos, obviando el adiós y abrazando lo que fuimos.

Si tuviera que contar lo que Posh fue para mí, esta sería mi colección de inicios, los fragmentos que con mayor fuerza se agolpan en mi cabeza.

A la memoria de mi abuelo Alfonso Castañeda Mejía.

bottom of page