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Cambiemos las cárceles por hospitales

Por: Jorge Kahel Ruizvisfocri Virgen

Las elecciones de Estados Unidos no solo fueron sobre quien será el próximo presidente norteamericano. En Oregón, además de decidir por quienes llenan los asientos políticos, los ciudadanos participaron en un plebiscito en el que se votó a favor de despenalizar el consumo de cocaína, heroína y LSD, y de sustituir la política de enjuiciar a los usuarios de drogas por una de dar tratamiento de desintoxicación financiado con el impuesto existente a la venta de marihuana recreativa.

Este plebiscito, el último de un creciente movimiento internacional que busca cambiar el enfoque de “políticas duras contra las drogas” por uno de reducción de daño personal y social, nos recuerda que existen alternativas para minimizar los consumos problemáticos de drogas y reducir la violencia que existe en torno a los mercados ilegales de estupefacientes.

En 1980, los jardines frente a los edificios del poder legislativo y el poder judicial de Suiza estaban llenos de agujas usadas que tiraban los consumidores de heroína. La policía suiza estaba harta de perseguirlos y ahuyentarlos, pues las plazas volvían a llenarse de consumidores antes que pasara una hora, mientras que el sistema de justicia gastaba mucho dinero en judicializar casos de consumidores que terminaban en prisión y el sistema de salud invertía recursos considerables en evitar muertes por sobredosis y en dar tratamiento para pacientes de VIH, hepatitis B, y otras enfermedades asociadas al consumo de drogas.

Entonces, los suizos decidieron ser pragmáticos. En lugar de usar la fuerza pública y el sistema de justicia para combatir al consumo problemático de drogas, empezaron a tratarlo como un problema de salud pública. Cambiaron la criminalización y la persecución por políticas que buscaban reducir el riesgo en el consumo, dando agujas limpias y lugares seguros para inyectarse, y apostaron por algo controversial: ofrecer tratamientos financiados con recursos públicos para reemplazar la heroína callejera por alternativas de grado médico, o incluso por heroína controlada por el mismo estado.

Con el tiempo, los resultados llegaron: el número de muertes por sobredosis se redujo, las tasas de infección de enfermedades asociadas al consumo problemático de heroína empezaron a reducirse y también se redujo los crímenes asociados al consumo problemático de esta droga. Invertir dinero público en tratamientos para los usuarios con problemas no solo mejoró su calidad de vida, sino que redujo los gastos asociados a combatir el problema desde la perspectiva de la seguridad y la fuerza.

Oregón hoy se decanta por este modelo, que ya ha sido adaptado parcialmente en Reino Unido, Francia, Holanda y otros países. Del lado de la propuesta están sólidos estudios sobre la efectividad de los tratamientos que ofrecen alternativas a la heroína callejera, y que han sido auditados de manera externa por la Organización Mundial de la Salud, La Oficina de Drogas y Crimen de las Naciones Unidas, entre otras organizaciones internacionales, así como las historias de éxito de usuarios que pueden recuperar su vida gracias a intervenciones que los tratan como pacientes y no como criminales.

Lo triste es que en México aún estamos a décadas de tener esta discusión de manera seria. Mientras que los campos de amapola del país se riegan con sangre y las cárceles se abarrotan de personas que tienen un problema de salud, la campaña sobre consumo de drogas del gobierno federal se centra en estigmatizar a los usuarios con problemas como personas sin valor social y potenciales criminales, sin siquiera tomar en cuenta evidencia científica para respaldar lo que se presenta. La oposición tampoco tiene interés en las propuestas para regular el consumo de droga, y las pocas iniciativas que podrían ser el principio de un cambio radical para cómo hacemos frente al problema de drogas sigue sin ser prioridad para el Senado.

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