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Desde la felicidad.

Por Melissa Cornejo.

Lavaba los trastes y pensaba cómo decirle a Rodrigo que no tenía texto listo, otra vez. Le mandaría un mensaje diciéndole que no sé escribir desde la felicidad, que tengo que aprender a escribir desde la felicidad. Pensaba cómo decírselo sin que sonara a falta de interés, o algo similar, como si yo tuviera que explicarle algo del corazón a Rodrigo que tan bien me interpreta e intuye.

Le diría que sólo cuando estoy triste escribo bonito. Que era como si sólo cuando todo me duele por dentro, se encendiera algo, como un impulso eléctrico que me recorriera y ordenara a mis dedos teclear esto o aquello. Le diría que presentía que sólo la tristeza valía la pena compartirla, porque a nadie le importa la felicidad ajena.

Le contaría que hoy sentí la necesidad de justificar mi alegría, diciendo que yo ya había pagado la cuota de tristeza que me tocaba al menos por un rato. Que sentí que mi felicidad me convertía en una persona menos gustada, que me hacía enfadosa e insoportable. Esto último, nomás porque a mí se me había ocurrido en un arrebato de ansiedad.

Pensé si eso podía ser cierto. ¿Nos molesta la felicidad ajena? ¿Nos sentimos atraídos por la tristeza ajena, en una especie de morbo, como un espectáculo macabro? ¿O era todo idea mía? ¿O no me estaba dejando ser feliz?

Solté el plato que enjabonaba y me sequé las manos con prisa. Corrí hasta mi celular y le escribí a Rodrigo que el Rodrigo que vive en mi mente, me había ayudado a escribir una columna.

Este texto lo escribí desde la felicidad, desde la otra orilla. Existe. La alcancé. No se desmorona bajo mis pies.

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