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Cuando no gobierna el presidente… ni el pueblo

Por Ángel Estrada

Existe un Estado democrático, con instituciones sólidas y un gobierno popular ampliamente respaldado, con instituciones de procuración de justicia inquebrantables que no permiten paso a la corrupción y mucho menos a la impunidad; se trata un Estado donde se hacen valer los derechos de todas y todos. Un auténtico Estado de derecho.

Obviamente no se trata de México. En México sucede todo lo contrario: desde hace años su población sobrevive en un Estado fallido, donde las cárceles están saturadas y al borde del colapso, llenas de personas comunes y trabajadoras que, sin deberla ni temerla. un día fueron arrestadas y procesadas por delitos fabricados, mientras que, del otro lado, la impunidad es premio constante para miembros de las cúpulas políticas, empresariales y militares, da igual el delito, pues es altamente probable que jamás pisen una prisión.

En este Estado fallido las instituciones se resquebrajan día tras día, y lejos de fortalecer la aspirada vida democrática, la debilitan y dejan sin sustento ni respaldo a las y los gobernados. Vaya, hablamos de un Estado donde la justicia no tiene lugar, porque los encargados de procurarla y salvaguardarla prefieren pisotearla y escupirle con profundo desprecio.

Es también aquí, en este Estado fallido, donde al menos durante los últimos 14 años ha habido un componente que ha acelerado y profundizado el proceso de descomposición social, y se trata de la militarización del país y de la vida pública; ello gracias a un personaje deleznable y patético que cuando llegó a la presidencia se sintió militar y decidió enfrentar a los grupos criminales no con estrategia ni inteligencia, y tampoco con ayuda de un cuerpo civil capacitado, sino con las fuerzas armadas, esas que no estaban ni están capacitadas para atender tareas de seguridad pública ni para actuar con irrestricto apego y respeto a los derechos humanos.

Remontarnos al inicio de esta tragedia no es capricho, sino que sirve para entender y dimensionar la magnitud de un problema que se ha perpetuado hasta el día de hoy, y que parece no tener una fecha de expiración clara. Han sido años en donde el ejército ha incrementado su poder y su influencia en una escala peligrosísima, y que, lejos de disminuir, aumenta día tras día en la administración actual, la de Andrés Manuel López Obrador.

Cuesta creerlo si nos remontamos a 2012, a 2015 y a 2018, cuando el entonces candidato opositor al régimen, Andrés Manuel, alertaba con prisa sobre la necesidad de volver a encuartelar a las fuerzas armadas, luego de años y años de crecimiento exponencial de la violencia y de las imágenes de civiles masacrados y apilados en calles y plazas públicas. Cuesta creerlo cuando por años, abanderando un discurso de izquierda y pacifista, se dijo a favor de atender las causas de la violencia y atacarla con estrategia y bajo un mando civil. Pero es más difícil entender, y probablemente imposible de saber, qué hizo cambiar tan radicalmente la postura del hoy presidente respecto a la permanencia de las fuerzas armadas, prácticamente de un día a otro. En este momento me pregunto qué fue lo que sucedió en el periodo de transición, después de ganar la histórica elección del 1 de julio de 2018 por amplísima mayoría y con un respaldo popular con pocos precedentes, cuando decidió reunirse con las cúpulas militares para “analizar el escenario” y “pedirle al actual secretario de la Defensa Nacional (Salvador Cienfuegos) sugerencias para elegir al nuevo secretario”. ¿Cómo habrá sido aquella conversación entre el entonces secretario de la Defensa Nacional de Peña Nieto, Salvador Cienfuegos, y el entonces presidente electo? ¿Qué habrá sabido, o de qué se habrá enterado, o qué tintes pudo haber tenido esa charla para que fuera motivo (quizá) para cambiar su posición radicalmente?

En fin, el problema de hallarnos en un Estado débil, torpe, corrupto y severamente desigual y violento es que además está militarizado. Tan solo basta recordar, por la documentación histórica con la que contamos, qué es lo que sucede cuando los militares concentran tanto poder en un Estado autodenominado democrático. La nación chilena de Salvador Allende es un claro ejemplo de que no hay absolutamente nada bueno en el poder militar, y no hay nada tal como un “Estado más fuerte” en manos de militares, tan solo un Estado más violento, impune y antidemocrático

Así pues, da miedo, horroriza pensar en un escenario como el chileno, o como el brasileño o como el argentino en sus peores años, en los de la dictadura militar patrocinada por Estados Unidos.

Muchas veces en clase nos han preguntado para qué sirve la historia, y muchos hemos llegado a responder: “Para aprender de ella y no repetir hechos del pasado”. Y si bien la historia no puede repetirse porque el tiempo mismo no lo permite, sí hay una verdad en cuanto a las lecciones del pasado. Entonces ¿qué tanto aprendimos de aquellos años de masacres, desapariciones, torturas y desplazamientos en América Latina? Quiero pensar que al menos tenemos algo de noción respecto a ello.

El problema es que quizá está siendo un poco tarde —y lo digo con cierto temor y reservas— para revertir el poder ya otorgado a la cúpula militar en nuestro país. Con muchas ganas de equivocarme pienso que tal vez fue tanto el poder entregado a estos por dos administraciones, que llegada la tercera, la de AMLO, ya no era opcional seguírselos entregando o no. A nadie le gusta poseer y después ser despojado. Constitucionalmente el poder recae sobre el pueblo, en la figura del presidente de la república, pero en la realidad, son las fuerzas armadas las que tienen las armas.

Las alarmas están encendidas desde el momento uno de la administración de Andrés Manuel, empezando por el ya mencionado cambio radical en su discurso respecto a las fuerzas armadas. Hay que sumarle una que fue encendida en medio de una reunión de cúpulas militares en octubre de 2019, donde el Jefe del Estado Mayor de la SEDENA en la administración de Felipe Calderón, Carlos Gaytán, señala que el ejército “se siente agraviado y ofendido (por las acciones tomadas en la actual administración)”, haciendo que el propio AMLO saliera a declarar que en México no había condiciones para un golpe de Estado.

Otra alarma constante desde diciembre de 2018 se trata de los contratos de obra pública otorgados sin licitación al ejército, así como la delegación de tareas anteriormente llevadas a cabo por civiles, evidenciando no solo la concentración de poder en el ámbito político, sino también en el económico (en 2021 el ejército dispondrá de 19.7% más presupuesto respecto a 2020).

Por último, queda cada vez más claro que la lucha contra la corrupción, el estandarte del presidente y de la 4T (sic), no podrá ser. No hay tal lucha cuando esta se vuelve selectiva, porque entonces los esquemas de impunidad se repiten, como un fenómeno cíclico. En una auténtica lucha contra la corrupción no puede haber intocables, y sin embargo aquí los hay: el ejército.

¿Y por qué la lucha contra la corrupción no puede alcanzar al ejército? Porque se han vuelto intocables.

En gran parte de la población mexicana persiste la idea de que el ejército es una institución incorruptible. Tan solo hace falta ver la evaluación institucional, donde son los mejores evaluados ante la opinión pública

Apuesto, sin duda, que lo anterior sería totalmente diferente si hubiera mecanismos que fiscalizaran y llevaran a cabo investigaciones dentro de la institución castrense. Son muchos los casos documentados por periodistas y ONGs sobre esquemas de corrupción y graves violaciones a los derechos humanos por parte de estos. Y sin embargo, son intocables.

Recordemos cómo el propio secretario de la Defensa en tiempos del peñanietismo advirtió tanto a sociedad civil como a gobierno que no se metieran con ellos, ante las señalizaciones por los casos de Tlatlaya y Ayotzinapa, con una actitud amenazante y francamente golpista. Así pues, el ejército no rinde cuentas, no es transparente, no es una institución en la que podamos o tengamos que confiar. Otorgando tanto poder a este se ponen en riesgo muchísimas cosas en el país: la gobernabilidad, el Estado de derecho, la “estabilidad”, y, sin duda, la democracia misma.

Andrés Manuel ha depositado y concentrado mucho poder en el ejército, mucho más que el que ya tenía con Calderón y Peña Nieto, cosa a la que, como dije anteriormente, me es difícil encontrarle una lógica que no sea una compra de lealtad. Con ello le ha fallado a su propia ideología, a su propia idea de Estado y de país, y más grave, le ha fallado a las miles de víctimas de violaciones de derechos humanos, perpetradas por las mismas fuerzas armadas, a quienes en campaña y como presidente electo miró a los ojos y prometió justicia y paz. En consecuencia, le falla a millones de mexicanas y mexicanos que viven con temor y reserva ante la incesante violencia que arrebata vidas cada día.

¿Cómo podrá el presidente volver a ver a los ojos a esas miles de víctimas, y decirles que permitió que se eternizaran los esquemas de impunidad que ellos mismos denunciaron, al permitir que la FGR dejara en libertad y sin cargos a uno de los mayores perpetradores de la violencia que les arruinó la vida? ¿Cómo podremos volver a aspirar a la justicia, cuando esta es pisoteada sin que nadie intervenga para defenderla? ¿Cuándo habrá una lucha realmente frontal contra la impunidad?

Lo peor del imaginario, las preguntas que rondan en la mente, ¿cuándo por fin podremos liberarnos del militarismo que escupe, que mata, que viola derechos humanos y que ha terminado con la dignidad de todo un Estado? ¿Cuándo veremos a un gobierno que gobierne, que realmente gobierne por y para todas y todos?

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