top of page

George, King y la Tierra Prometida

Por Ángel Estrada

Conocemos como «éxodo» a la marcha emprendida por un conjunto de personas desde el lugar en donde estaban originalmente hacia un nuevo lugar. En el último siglo, las y los migrantes centroamericanos han emprendido éxodos de manera constante, huyendo del sitio que les vió nacer porque éste se volvió hostil, inseguro, insuficiente y desigual. La tierra prometida para ellos es Estados Unidos, y para llegar a ella se aventuran en un camino desconocido y peligroso, montados en trenes, metidos en cajas de trailer con poca ventilación, bajo el sofocante calor o los climas cambiantes, con escasa comida, y a veces, con niñas y niños a cuestas.

No obstante, existen éxodos que no implican precisamente la movilización de un punto geográfico a otro, sino la marcha constante explorando rutas que puedan conducir a la población a la conquista de derechos que le han sido históricamente negados.

Hoy más que nunca, incluso en medio de una crisis sanitaria sin precedentes, es urgente que hallemos ése camino que nos guíe a una «tierra prometida», aquella que tantas personas que lucharon por la conquista de derechos fundamentales vieron desde la cima de la montaña, de la que tanto nos hablaron y a la que no pudieron llegar.

Me refiero, por supuesto, a todo movimiento que encauce las luchas por la conquista de los derechos de todas y todos. Sin embargo, me vuelco hoy a hablar de uno de esos movimientos tan fundamentales: la lucha antirracista.

Es inconcebible que estemos debatiendo la necesidad de que los derechos de la población negra sean visibilizados. De verdad, resulta increíble que sigamos luchando contra el racismo y la segregación.

La humanidad ha dado pasos extraordinarios en el desarrollo de las ciencias y de la tecnología, para muchos y muy variados sectores; apenas ayer fuimos testigos de un logro más en la carrera espacial. Se han puesto sobre la mesa diversos estudios sobre nuevos tratamientos efectivos contra el cáncer, o contra el VIH, e incluso ya se trabaja en una vacuna efectiva contra el Sars-CoV-2. Además se han desarrollado nuevas y más eficaces formas de comunicarnos, de transportarnos, y la digitalización ha significado un paso importantísimo para facilitar los ritmos de vida de millones de personas. Pero aun con ello, la humanidad se ha rehusado a conocer y enarbolar la bandera de los derechos humanos como base y sustento de su constante desarrollo.

Como prueba de lo anterior, el desdén, la repulsión y la fobia hacia la población negra no solo no ha disminuído con el pasar de los siglos; así como en el s. XVIII, cuando los esclavos negros eran azotados hasta la muerte en los campos algodoneros del sur de Estados Unidos, hoy se siguen perpetuando los abusos y la violencia hacia éste sector, bajo un primitivo pensamiento de superioridad racial. La única diferencia en que hoy no es un látigo ni una vara gruesa la que les quita la vida, sino la rodilla de un policía blanco.

Sabemos que un policía asfixió con la rodilla a George Floyd durante su arresto. “No puedo respirar”, decía Floyd con dificultades y una botada desesperación, mientras la vida le era arrebatada por un hombre blanco que actuaba con indiferencia, sabiéndose poderoso, sabiéndose respaldado por una cultura racista adoptada por muchos de quienes poseen el poder, y predominante en muchísimas regiones de EEUU, como Mineápolis. ¿Pero cuántas rodillas más presionaron el cuello de George hasta darle muerte?

Ahí estaba también la rodilla de cada ciudadano del mundo, lleno de odio y prejuicios; también lo mató la rodilla de cada persona que se muestra indiferente ante el sufrimiento que causan quienes pregonan discursos racistas. Fueron partícipes del asesinato todos aquellos individuos que replicaron tales discursos, aunque sea a modo “de broma”, sin reparar en el daño que sus palabras causaban a sus semejantes.

A George Floyd lo matamos tú y yo, ante nuestra indiferencia, desgano, apatía e incapacidad de señalar con fuerza lo que a gritos son violaciones a los derechos humanos y a la integridad de las personas; actos racistas que vemos en las calles y que pasamos de largo, ésos que escuchamos de nuestros familiares y amigos, a los que no nos atrevemos a callar.

¿Cuántas personas mataron a George Floyd? Fuimos muchísimas las personas que pusimos nuestra rodilla sobre su cuello, porque tuvo que morir un hombre negro a manos de uno blanco para que se pusiera en el centro de la discusión pública el vivo racismo que habita en nuestra sociedad, mismo que se expande entre cada nueva generación que nace, porque hemos sido incapaces de crear las condiciones para que una persona negra puedan gozar de los mismos derechos que una persona blanca.

Hemos postergado durante décadas una lucha que Martin Luther King encauzó en Norteamérica, y que pese a haber logrado que una persona negra pudiera sentarse en el mismo sitio que una blanca dentro del transporte público, o que un joven negro pudiera tener la misma oportunidad de acceder a la educación que uno blanco, no logró y no ha logrado lo más básico, lo más fundamental: que una persona negra tenga el mismo derecho a vivir que una blanca. Si una persona no tiene derecho a la vida, no tiene nada.

En tanto sigamos postergando esa lucha por la igualdad racial, no sólo en Norteamérica, sino en cada región del mundo, somos corresponsables de la muerte de Floyd, así como de las muertes de quienes en el futuro padezcan bajo el yugo del racismo y la supremacía blanca.

Parece mentira que hoy se tenga que insistir en que no existe ni existirá la paz ni la libertad en una sociedad, si no prevalece en ella la justicia. El camino hacia el futuro inmediato tiene que lograr la igualdad de condiciones entre mujeres, hombres y no binarios, así como entre colores de piel y rasgos físicos, pero para ello se requiere tener presente la barbarie del pasado y buscar justicia para todas aquellas personas que fueron víctimas del odio injustificado y los prejuicios, desde Jimmie Lee Jackson hasta George Floyd.

El éxodo de los judíos al escapar de Egipto hacia la tierra prometida duró cuarenta años, según el libro del Éxodo.

El éxodo que caminamos en la lucha por la igualdad racial lleva más de medio siglo, quizá mucho más. Tal vez el problema no sea la distancia entre donde estamos ahora mismo y el sitio al que queremos llegar; tal vez el problema sea el paso tan corto y el ritmo tan lento con el que andamos.

Hemos tenido mucho tiempo ya para descansar. Es tiempo de acelerar el paso, de caminar más rápido para luego trotar y después correr, hasta llegar ahí, a esa tierra que Luther King miró desde lo alto de la montaña, desde donde, según sus palabras, Dios le permitió contemplar la tierra prometida, aquella tierra de igualdad, fraternidad y justicia, a la que entendió que él no podría llegar, pero a la que confió que llegaríamos en conjunto, como pueblo, como un cuerpo unificado que al final sacudió la apatía y conquistó sus derechos, su libertad.

Que el fuego queme todo el odio, que del racismo no queden más que las cenizas, y que a ésas se las lleve el viento.

Si en el camino nos cansamos, que las palabras de King resuenen fuerte: “¡Levántate a defender la rectitud! ¡Levántate a defender la justicia! ¡Levántate a defender la verdad!”

bottom of page