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Lecciones de flamenco

Por Melissa Cornejo

‘’El flamenco no tiene más que una escuela: transmitir o no transmitir.’’

-Camarón de la Isla.

A unos días de cumplir veintidós años de haber entrado al mundo del flamenco, no puedo evitar detenerme a pensar en todo lo que me ha enseñado desde aquella tarde en la que mis padres me llevaron a tomar la primera clase. No quiero caer en la vulgar cursilería, pero siempre que hablo de flamenco me encuentro en franca desventaja ante ella porque todavía no encuentro la forma de describir aquel primer encuentro que no sea amor a primera vista.

Tenía yo tres años cuando a mi madre le surgió la inquietud de apuntarme a alguna actividad extracurricular, pero desde entonces, y como un presagio de toda la libertad que me esperaba en la vida, dejó que fuera yo quien eligiera la actividad a la que le dedicaría varias horas a la semana. Fui a clases de prueba de ballet, de teatro, de jazz, de música... y aunque todas me gustaron, ninguna terminó de convencerme. A todas les faltaba algo. Fue entonces que algún familiar sugirió que le diera una oportunidad al flamenco.

Por diversos motivos, limitaré mi narración sobre aquel primer encuentro a lo sensorial, dejando de lado todo aquello que pueda revelar el nombre de la academia donde bailé por 15 años. Basta decir que todo lo que vi y sentí ese día me arrastró y me cautivó para siempre, y que esa tarde me abrió las puertas a un mundo maravilloso.

Con motivo del aniversario, y por el simple hecho de que no puedo dejar de hablar de flamenco –nadie puede culparme, yo quiero que todo mundo tenga la fortuna que tengo y que sienta lo que yo he sentido en cada melisma-, decidí dedicar mi espacio semanal a enlistar las más valiosas lecciones que me ha dejado el flamenco.

1. La sensibilidad nos da profundidad.

Por muchos años luché contra mi capacidad de sentir todo con gran profundidad porque pensaba que ser sensible y suavecita por dentro me hacía frágil, pero con los años entendí que no había forma de ir de frente y ser genuina, si no era sincera conmigo misma e intentaba mutilar todo lo que no me gustaba de mí. Entendí que había que sentirlo todo, bueno o malo, sin juzgarlo y sin juzgarme.

2. La vulnerabilidad nos da fortaleza.

Esta lección y la anterior llegaron juntas. ¿Existirá mayor fortaleza que mostrarte tal cual eres, tomar tus heridas, tus cicatrices y tu historia para hacer con ellas una amalgama que lo mismo cura que envenena? ¿Existirá mayor fortaleza que la sinceridad que hay en un quejido por siguiriya?

3. Los contratiempos le dan sabor al compás.

Si bailáramos siempre a tiempo, sin el pellizco ocasional, el flamenco, -igual que la vida sin contratiempos- carecería de chispa. Un contratiempo ocasional y bien aprovechado puede darle sentido, contraste y profundidad a la historia que contamos. La vida y el compás sin contratiempos serían sencillos, pero planos. Nada como el ole que nos arranca un contratiempo bien plantado.

4. Los silencios también se bailan.

Pensamos en el silencio como ausencia de ruido y de palabras, como un espacio que invariablemente evoca soledad. Con el pasar de los años, descubrí que en el flamenco también eso se baila y se disfruta. Más que pensar en el silencio como el final de algo, aprendí a repensarlo como el comienzo de algo nuevo: siempre que haya silencio, puedo rematarlo y empezar otra cosa.

5. Vale más ir despacio.

Empezaré a explicar este punto admitiendo que, igual que toda aficionada, los primeros años de mi formación los pasé corriendo; apresurando la escobilla, intentando meter el contratiempo tan deprisa que terminaba por entrar a tiempo. Pensaba que ir más deprisa era lo mismo que bailar mejor. Quería ser la más veloz, la que tuviera mejor condición, la que tuviera los tacones más fuertes. Hasta que un día me hicieron detenerme, parar en seco. A media clase, cuando yo estaba frente a todo mundo improvisando, uno de los maestros que más me han marcado se acercó a mí y al oído me dijo: ‘’Detente. Detente ahora, párate aquí.’’ Extrañada hice lo que me pidió.

En otra clase, citó a Machado, y se me quedó grabado a fuego: "Despacito y buena letra, que el hacer las cosas bien, importa más que el hacerlas.’’

6. A seguir aun cuando duele.

Si yo les dijera que el flamenco es físicamente doloroso nadie se detendría a dudarlo, ¿cierto? Bueno, pues el flamenco es físicamente doloroso. Desde muy chicos aprendemos a apretar el cuerpo: el cuello bien estirado, como si del techo colgara un hilo que jala nuestra cabeza hacia arriba; el pecho bien abierto, con los omóplatos bien encajados; los brazos fuertes, como si alguien luchara por bajárnoslos todo el tiempo; los tacones bien apretados para que suenen limpios, y un largo etcétera.

Entre todo eso, y después de horas y horas de ensayos, por supuesto que hay momentos en los que parece que nuestro cuerpo no puede más, pero parar de bailar no es una opción pues es mediante ese dolor que logramos crecer y mejorar cada día un poquito más.

7. A respirar.

Hace dos años, a mitad de un curso, un maestro me enseñó a respirar. Sí. A llenar los pulmones cuando tienen que llenarse, ni antes, ni después. Y es a través del aire que nos llenamos de todo lo que estamos compartiendo. Una respiración puede quitar el aliento.

8. A disfrutar.

Muchos años me sentí incapaz de disfrutar por palos –ritmos, señores, ritmos- alegres, y me escudaba en que ‘’lo mío, lo mío, es la solemnidad.’’ Me consideraba incapaz de disfrutar y transmitir por alegrías. Pero hace poco me di cuenta de que no era incapaz, es que sencillamente no sabía disfrutarlo, y no podía poner allá afuera lo que no llevaba por dentro.

9. A contar historias.

Contar historias con cada dedo de las manos, con la mirada, con la letra que te cantan. Contar historias de principio a fin, porque no existe mejor forma de sanar y reivindicar. Contar historias: la propia, la del que está enfrente, la de un pueblo entero.

10. A acompañar.

Aprender a acompañar, dentro y fuera del flamenco, no es cosa fácil pues implica muchas otras cosas, principalmente saber estar y respetar los espacios del otro. Darle su momento a la guitarra: escucharla, comprenderla y sentirla. Darle su espacio al cante: no pisarlo, no apresurarlo, no cortarlo antes de tiempo. Y esto sólo como ejemplo y analogía.

11. A ocupar los espacios y a crearlos si hace falta.

Aprendí que no hace falta bailar en una Compañía famosa, o en un teatro prestigioso; se puede bailar con más sentido y más sinceridad en la calle, o en un estudio pequeño. Los mejores maestros de la historia han formado generaciones enteras de bailaores en la sala de su casa, o en su cochera.

12. A pararme frente a cientos de personas. Y a ser vulnerable ante ellas.

Las primeras veces que me paré en un escenario –con tan sólo tres años de edad-, mis maestras me dijeron que debía salir sin miedo, segura, invencible. Que debía ver al horizonte y olvidar que allí frente a mí tenía a cientos de personas. Y la técnica esa de ignorar y situarme en un lugar lejano y frío funcionó los primeros años, pero yo no quería sentirme sola al bailar, yo quería saber que ahí delante tenía gente sintiendo algo parecido a lo que yo. Así que tuve que aprender a mostrarme sin filtros, a sonreír y a llorar en el escenario. Y qué bien lo aprendí.

13. Aprendí que cualquier cuerpo es válido.

Crecí viendo cuerpos diversos, cuerpos que no pedían permiso para moverse y expresar, cuerpos de todos los tamaños, colores y formas. Crecí en esa pluralidad y encontré representación y refugio.

Por motivos de extensión, el resto de lecciones tendré que resumirlas. Aprendí que puedo ir a mi aire y romper la línea; que las penas con cante son menos; que la gente más grande es la más humilde; que la familia y los amigos son lo primero; aprendí a aprender y a enseñar, y a aprender en la enseñanza; que no hace falta hacer mucho, si lo poco lo haces bien; y lo principal: aprendí a compartirme.

Por todo lo anterior, y por cosas que aún me quedan por escribir, cada que me preguntan por mi corriente filosófica, respondo sin dudar: el flamenco.

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