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Para no olvidar

Por: Ángel Estrada

Tengo frescos recuerdos de aquel pequeño plantón que se instaló afuera de la Secretaría de Gobernación en enero de 2018; era un grupo de mujeres, madres de personas desaparecidas que estaban en huelga de hambre y que llegaron de diferentes lugares del país pidiendo ride a las camionetas que pasaban en la fría madrugada por las carreteras. Fueron hasta 5 días de viaje. La primera vez que acudí fue a invitación de un amigo, Samuel Mendoza, con el fin de hacer una entrevista para su columna en La Jornada. Al llegar todo me pareció desolador: vi rostros caídos y bocas cubiertas con cubrebocas, algunas casas de campaña, azúcar y botellas de agua que las mantenían de pie. Llevaban 5 días sin comer y sin obtener respuesta por parte de las autoridades de la Secretaría de Gobernación. No levantarían la huelga hasta que la instancia hiciera un compromiso verdadero de identificar todos los cuerpos que ellas, exponiendo su vida, habían encontrado ayudándose de varillas y palas en fosas clandestinas de varias partes del país: “Solo nosotras sabemos cómo y dónde buscar: cuando la tierra está abultada significa que hay cadáveres recientes; cuando está sumida hay restos humanos desde hace tiempo; y cuando los fragmentos de huesos están regados y negros sabemos que allí a nuestros seres queridos los destazaron”, relataba María Guadalupe Narciso, integrante del Comité de Familiares de Desaparecidos de Chilpancingo, a mi amigo Samuel. Y estas son tareas necesarias dado que México hay más de 40 mil personas desaparecidas y un gobierno que históricamente ha sido ausente. Es simplemente inconcebible, y sin embargo, las familias que en un momento efímero no saben más del paradero de algún ser querido crecen de manera alarmante desde 2006. Resulta desesperante el hecho de que, a menos que sean casos que no pueden esconderse de la opinión pública (como el caso Ayotzinapa), no estemos enterados de que a diario al menos una persona es desaparecida en algún rincón del país. Es triste que muchas veces, acostumbrados a noticias trágicas que a diario llenan las planas de los periódicos y los noticieros, concibamos a las personas desaparecidas como una cifra más que crece y vive plasmada en los datos estadísticos del INEGI, y no como lo que son: personas con identidad, nombre, familia, historia, esperanzas, sueños, anhelos, futuro. La segunda vez que acudí al plantón, Samuel no pudo acompañarme, pero sí lo hicieron cerca de 10 amigos quienes juntaron agua, suero, cobijas y medicamento para entregárselo a las madres, que para entonces ya llevaban 12 días sin comer. Por ejemplo, la mujer que nos recibió y concedió la entrevista en nuestra primera visita, Margarita, estaba acostada en su casa de campaña y no pudo salir. Su estado de salud ya era delicado. Pero ese día alguien marcó mi vida para siempre: a nuestra llegada, una mujer de complexión delgada y con el cabello desacomodado, madre de un joven que al desaparecer tenía 18 años, se acercó a mí apenas me vio y me dio el abrazo más profundo y sincero que alguien pudiera imaginar. Comenzó a llorar y un intenso escalofrío recorrió mi cuerpo. Respondí algo confundido al abrazo y sin haberlo pensado solo le dije que todo estaría bien; “No es eso”, me respondió: “Te pareces tanto a mi hijo: su mismo cabello chino”. Me quebré y no supe qué decirle. Entonces saqué de mi chamarra un rosario de madera que mi abuela me dijo que les diera, con la esperanza de que pudieran encontrar fortaleza en un dios, y se lo entregué a ella. Volvió a abrazarme. Y desde entonces no saqué de mi mente la imagen de un joven de 18 años, de quien no conozco ni su nombre ni su rostro, pero que sé que tenía sueños y aspiraciones, que quería construir un mejor futuro para él y para su familia, que estudiaba, que reía, que disfrutaba de la vida sin tener idea de que un día sería alejado del lecho y los cálidos brazos de su madre. Y pienso en su madre, aquella mujer de los brazos cálidos, a quien un día, sin preverlo le arrebataron a su hijo. Aquella mujer que un día caminaba por las calles de su pueblo con la mirada puesta en los bellos atardeceres, complacida por cada paso que daba; y que al día siguiente estaba corriendo distancias kilométricas entre calles, matorrales y terracerías, con la mirada al suelo y lágrimas rodando por sus mejillas mientras buscaba con angustia algún rastro de vida de aquel a quien amó y arropó desde niño. Por esto, y porque hay miles de casos como los de aquella mujer, quienes convivimos y nos movemos a diario por las calles de este inmenso país tenemos un gran reto: no olvidar que todavía vivimos en un estado de indefensión ante la violencia, y que infortunadamente ninguna familia es ajena a este dolor que llena de amargura, tristeza y desesperanza a quienes lo sufren. Con conciencia de ello, es justo adoptar a la empatía como pilar fundamental hacia la construcción de una sociedad menos violenta y más justa; es necesario construir lazos fuertes como sociedad, reforzar la seguridad en nuestro entorno inmediato con acciones colectivas y exigir a las autoridades correspondientes que absolutamente todos los casos de desaparición forzada sean atendidos sin escatimar esfuerzos y sin importar de quiénes se trate. Y aunque hoy la actual administración federal ha dicho que tiene como prioridad esclarecer lo acontecido en Ayotzinapa, aquella noche del 26 de septiembre de 2014, así como llegar a la verdad en todos los casos de desaparición forzada, es prioritario que se vigile y se apele a que así sea. Hoy urge que todos los restos humanos que tienen saturados los SEMEFOS de todo el país sean identificados, que se les otorgue nuevamente una identidad y no un número, que se les dignifique como lo que fueron, seres humanos. Es necesario que sean creados más bancos de ADN y se refuercen los existentes; urge que el gobierno federal trabaje en coordinación con autoridades estatales y municipales para localizar más fosas clandestinas, y que se refuerce la seguridad en zonas de alta incidencia; es apremiante que los procedimientos para denunciar la desaparición de una persona sean más ágiles, teniendo en cuenta que las primeras 24 horas son cruciales para localizar a alguien extraviado o desaparecido. Y junto a todo lo anterior, es menester crear políticas públicas de reestructuración del tejido social, con permanente acompañamiento psicológico a víctimas, asesoramiento jurídico, apoyo económico y, si sus vidas corren peligro, apoyo para reubicaciones y cambios de residencia. Además de darle permanente seguimiento a casos de personas que pudieran ser blanco de posibles desapariciones en el futuro, como a periodistas, medioambientalistas y activistas, e implementar medidas que refuercen la seguridad de todas las mujeres, quienes son víctimas de desapariciones principalmente por razones de género, violencia sexual y misoginia. Y aquí quiero señalar que las familias y cercanos de víctimas de desaparición forzada sufren de una violencia que sobrepasa lo soportable: en primer lugar, no tienen certeza de cuál pudo haber sido el paradero de esa persona; segundo, se enfrentan no solo a la incertidumbre, sino a todo un aparato burocrático que se ha caracterizado por ser insensible e incompetente, por lo que deben emprender acciones por su cuenta para buscar a su ser querido; y tercero, el daño psicológico es verdaderamente grande y desastroso. Son días, meses y luego años de un inmenso dolor que no puede culminar en un deseado reencuentro o con un funeral, porque nadie sabe con seguridad qué pudo haber sucedido. No hubo adioses, no hubo un último abrazo o un beso. No hubo nada, y ese vacío se queda encendido en lo más profundo; el dolor nunca se va. Por último, para no olvidar, invito al lector a que cuando camine por la calle se detenga un breve segundo y piense que el mismo suelo que descansa bajo sus plantas fue caminado antes por una persona que no ha vuelto a casa, que no ha abrazado a los suyos desde hace tiempo; una persona de quien no existe la certeza de que esté viva o de que haya sido torturada y/o asesinada; una persona que, en caso de haber muerto, no tiene una tumba a donde puedan ir a llorar quienes la amaron. Todo el país está lleno de siluetas invisibles, que sin ser escuchadas claman por el espacio que les pertenece en la libertad de la que un día fueron privadas. El legítimo reclamo “ni perdón, ni olvido” debe seguir sonando con fuerza en todos los rincones del país, golpeando los oídos de las autoridades “hasta que la dignidad se haga costumbre” y la justicia llegue a todas las familias.

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