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Carta de despedida

Por Ángel Estrada

Querido 2020:

Has sido injustamente calificado por la mayoría de los seres humanos como “el año más catastrófico de la historia”, “el más terrible”, “el despiadado 2020”, y con otros muchos desfavorables adjetivos. Y digo que es injusto porque, una vez más, los seres humanos estamos cometiendo el error de buscar culpables en donde sea, cuando la equivocación es nuestra. Me niego a pensar que tal comportamiento ante el error es natural en nuestra especie; aún más, me rehuso a creer que somos incapaces de ver y reconocer nuestros errores, pero hasta hoy no lo hemos hecho.

Te he de confesar que, al menos en los primeros meses que te componen, y apenas iniciado el confinamiento mundial ante la pandemia, traté de verle la mejor cara a ese desafío, y de hecho en reiteradas ocasiones escribí acerca de la necesidad de hacer de la cuarentena un espacio de reflexión sobre el ritmo de vida tan acelerado, deshumanizante y desgastante que llevamos en la normalidad, de nuestros modos de producción y consumo tan despreocupados con el medio ambiente y, por lo tanto, con el ser humano, y de nuestra forma tan preocupante de comportarnos unos con otros, con tanto odio, rencor, egoísmo, como si fuéramos especies totalmente distintas, o como si no convivieramos en el mismo espacio/tiempo. Estoy totalmente seguro de que no fui el único que hizo tal llamado, pero también sé que son pocos quienes lo han oído.

No me malinterpretes. No quiero decir que mi confianza en los seres humanos está perdida, o que crea que no hay remedio para las actitudes egocentristas, individualistas y oportunistas que nos han caracterizado a lo largo de la historia. No es así. Tan solo me preocupa y me pone triste que, incluso ante un reto de tal envergadura para la humanidad como lo ha sido la pandemia de Covid-19, no nos atrevamos a cuestionarnos qué es lo que estamos haciendo mal en conjunto y de manera individual. Parece más sencillo afirmar que el destino ya estaba escrito y que tales cosas tenían que suceder en 2020, que reconocer que, indudablemente, han sido nuestras propias acciones las que nos tienen de rodillas ante la catástrofe. Parece más sencillo decir que la acción de un solo hombre que decidió comer caldo de murciélago en Wuhan fue la responsable de todo lo que vivimos hoy, que asumir que por mucho tiempo nos hemos creído amos, dueños y señores del mundo, y que esa creencia del “ser superior respecto a otras especies” nos ha hecho sentir que tenemos todo derecho sobre ellas, sobre sus hábitats y sobre el mismo medio ambiente. Los históricos incendios en Australia y California y las miles de especies muertas en ellos tampoco han sido cosa del destino, por ejemplo, sino consecuencia explícita de la mano humana en su estado destructivo.

La humanidad da pasos agigantados respecto a la ciencia, las nuevas tecnologías y muchos otros elementos, y sin duda alguna son avances no menos que extraordinarios. La ambición del ser humano por expandir sus horizontes y ver más allá de lo que los límites físicos permiten nos han abierto camino ante una globalización que crece y crece como la espuma, y es bueno entrar en retrospectiva y ver todo lo que hemos logrado, y aunque no me atrevería a decir si ha habido más cosas buenas o malas entre todos esos avances, sí puedo asegurar que en el transcurso el ser humano ha entrado en un proceso de deshumanización, donde muchos de los grandes desarrollos científicos no se han concentrado en ver por la unificación y bienestar del mismo humano, sino en su eventual destrucción. Hablo de lo impresionante y terrible que es pensar en los nuevos equipos armamentísticos creados por las grandes potencias mundiales, capaces de destruir ciudades enteras; hablo de el uso de la ciencia con fines de tortura; también hablo del desinterés de las naciones por desarrollar energías limpias y no contaminantes a las que todo mundo tenga acceso; y hablo, por supuesto, de la incapacidad de pensar y echar a andar nuevos modelos de producción, donde al ser humano no se le vea como un peón o una máquina que debe ser explotada hasta la muerte, sino donde su mano, junto con el uso de la ciencia y la tecnología logren más que un balance, una forma de colaboración que beneficie en primer lugar al primero, y lo ponga en el lugar que merece: el de la dignidad humana.

En suma, me refiero a que hemos estado construyendo un mundo perfecto para unos cuantos y un infierno para la mayoría. Tú has sido testigo de primera mano de cómo la desigualdad económica detonó la gravedad de la crisis sanitaria en diversas regiones del mundo, según sus ingresos, su acceso a servicios básicos como la salud, sus políticas laborales, etc. Tristemente son unos pocos los que pretenden mover al mundo con sus manos, ese 1% de la población mundial que posee el 45% de toda la riqueza, y que no da paso a una distribución más equitativa, ni por piedad, hacia las clases más pobres.

Al jugar a ser dioses, los seres humanos hemos entrado en una competencia de privilegios, donde obviamente, los de arriba terminan acaparando la gran mayoría de lo que sea, y los de abajo terminan recogiendo migajas del suelo. No es hasta que esta suerte de autoridad llamada “Estado” interviene para bien de los de abajo, que los de arriba pegan gritos en el cielo al sentirse desprivilegiados una vez en su vida. Te decía que mi optimismo inicial fue decayendo, y que no es que no crea que no tenemos remedio, sino que no sé a qué punto debemos llegar para que pongamos los pies en la tierra y seamos más gentiles respecto a quienes nos rodean. El punto del colmo ha sido ver cómo los ricos claman que el Estado les permita comprar la vacuna contra el Covid-19 para aplicársela antes que toda la población que no tiene la capacidad económica como ellos. Es de un egoísmo y una prepotencia impresionantes, justo cuando creía que estábamos superando esos sentimientos de superioridad de humanos a humanos.

Te confieso, 2020, que es desesperante contemplarnos semi vacíos y tan alejados de un concepto tan vasto y hermoso como “humanidad”. Más aún cuando pareciera que no habrá nada que pueda mover las fibras más delgadas de nuestro corazón para reconocer y replantear antes de otra catástrofe mundial de quién sabe qué dimensiones. Carl Sagan hablaba de nuestra gran responsabilidad como seres humanos. Decía que "nuestra lealtad debe ser para las especies y el planeta. Nuestra obligación de sobrevivir no es solo para nosotros mismos sino también para ese cosmos, antiguo y vasto, del cual derivamos"; y por largos ratos es como si no creyéramos en nuestro propio futuro, como si estuviéramos resignados ante el cataclismo, como si no creyéramos posible el que todas y todos vivamos mejor, en todo sentido. Hemos olvidado que no estamos solos en el mundo, y que, como dice Sagan, nos debemos también a todo lo que habita con nosotros, viéndonos como iguales, y ya no como superiores.

Así pues, querido 2020, no eres culpable de absolutamente nada. Eres un ciclo de vida más, una vuelta más al sol, cuatro estaciones, un año bisiesto, 366 días convertidos en oportunidades de reflexión y acción, pero no eres culpable de nada, así como tampoco lo son los astros, el destino o la vida. No hay más responsables que nosotros mismos, nuestro egoísmo y nuestras formas de vida tan destructivas. Mi deseo es que podamos, en algún momento, darnos la oportunidad de pensar en ello y cambiar por nosotros y por el extenso mundo en el que vivimos.

Te abrazo y te deseo un buen viaje en el camino de la historia, y aunque seguro no será pronto, estoy convencido de que tarde o temprano se te describirá en las páginas no como el año de la catástrofe, sino como el año del inicio del gran cambio. Que así sea.

Querido 2021

Bienvenido seas.

Como ya te habrás enterado, los 366 días antes de tu llegada estuvieron colmados de retos, y sé que no será muy distinto contigo. Pero últimamente nos hemos llenado de buenas noticias, como el desarrollo simultáneo de varias vacunas contra el Covid-19, así como la esperanza de que todo venga para bien.

Te enlistaré a continuación los pormenores y las cosas que puedes esperar de nosotros...

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