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La última de Chaplin

Por Paolo Sánchez

La policía ingresó la mañana del 2 de marzo de 1978 al cementerio  de la municipalidad suiza Corsier-sur-Vevey. El ataúd había desaparecido y el único indicio que los perpetradores dejaron tras de sí fue un montículo de tierra. Ocurridos tan sólo dos meses desde su fallecimiento a causa de un accidente cerebrovascular a los 88 años de edad, el cadáver del actor británico Charles Spencer Chaplin había sido robado.

Por extraordinario que el caso parezca, no se trataba de un fenómeno inédito en la historia humana. En 1946 el fascista italiano Domenico Leccisi había hurtado el cuerpo de Benito Mussolini un año después de que éste y Clara Petacci fueran colgados y apedreados en la plaza pública en Azzano.

¿Quién habría podido cometer un crimen de esa índole? ¿Un fanático? ¿Algún fascista agraviado por la icónica sátira realizada en 1940 (El gran dictador) por el cineasta? ¿O quizá algún enemigo político? Días después, la residencia de los Chaplin recibió una llamada de los criminales pidiendo 600,000 francos suizos por el rescate de los restos del actor; cantidad capaz de resolverle la vida a cualquier mortal. Para sorpresa de los malhechores, la actriz Oona O’Neill, quien fuera esposa de Charlie, no aceptó la oferta y colgó el teléfono intempestivamente.

- ¿Qué tal 500,000? Insistieron con timidez los facinerosos en otra interlocución telefónica. Tampoco tuvieron suerte. Para este punto de la historia, la Interpol, en colaboración con la policía suiza, ya había intervenido cientos de teléfonos públicos en la localidad con tal de resolver el crimen

- 100,000 francos, ya en últimas.

Para cuando su oferta fue al fin aceptada, era demasiado tarde. Las rotativas dieron a conocer al día siguiente a los autores del robo:  Roman Wardos y Gantsho Ganev, ambos dedicados a la mecánica y, hartos de la precariedad en la que se hallaban sumergidos, habían decidido orquestar, sin ningún tipo de experiencia previa, el gran robo capaz de solucionar por un buen tiempo sus problemas y sin tener que hacer uso de la violencia.

Wardos recibió una condena de 4 años por haber sido el autor intelectual del delito al ver en la prensa la noticia de un suceso semejante, mientras que su cómplice tan solo debió realizar trabajos forzados durante un año y medio. La anécdota hizo honor a la carrera artística de Chaplin cuyos discursos cinematográficos discurrieron entre la línea del humor, la simpleza y el retrato de las condiciones políticas y sociales que aquejaron al mundo durante una época de convulsiones y tragedias.

En un apresurado intento de evocación, los elementos que compartiremos mayormente provienen quizá del más conspicuo de sus personajes: Charlot, con su sombrero bombín, un bastón y el inconfundible bigote tipo toothbrush. Pero la relevancia de este personaje va mucho más allá de su iconografía.

En 1921, en la coyuntura de la gran depresión, Chaplin configuró en The Kid, un crudo retrato de las desigualdades que legó la primera guerra mundial con el decrecimiento de las riquezas de los países europeos. En la película se nos cuenta la historia de una madre que, dadas sus precarias condiciones económicas, decide abandonar a su hijo recién nacido en un automóvil que es robado. Al darse cuenta de la presencia del niño, los ladrones resuelven dejarlo en un bote de basura donde Charlot lo encuentra y se encarga de su crianza hasta que las autoridades intentan separarlos.

En su última aparición en 1936, Charlot se enamora de una mujer huérfana y busca, pese a toda contingencia, comprar una casa. A lo largo de Tiempos Modernos se constituye una feroz crítica a la organización laboral de la época, obcecada por las máquinas y olvidada por completo de sus trabajadores. El vagabundo de Chaplin es despedido colocando tornillos en una fábrica, “detenido por comunista” y despedido nuevamente como velador en un centro comercial y controlando máquinas, también en una fábrica.

4 años después, en el famoso discurso final de El Gran Dictador, Chaplin rematará: “Hemos progresado muy deprisa, pero nos hemos encarcelado nosotros. El maquinismo, que crea abundancia, nos deja en la necesidad. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado y sentimos muy poco”. Es esta la película en que el director británico se valió por primera vez de la palabra hablada en compañía de lo que llegó a denominar “la poesía del gesto” y “el alfabeto del movimiento”.

La cinta narra la enredada situación en la que un barbero judío se ve envuelto al ser confundido con el dictador Adenoid Hynkel (Adolf Hitler), viéndose obligado a dar un discurso tras la conquista del país ficticio Osterlich. De aquel suceso cinematográfico mucho puede rescatarse, como por ejemplo, la escena en la que Hynkel juega con un globo terráqueo en su oficina. Para el final de la secuencia, “el mundo” termina por reventar en manos de quien pretende apoderarse de él.

Las primeras palabras de Chaplin en la gran pantalla son fundamentalmente definidoras de su cine:  “Lo siento, pero yo no quiero ser emperador. Ese no es mi oficio, sino ayudar a todos si fuera posible. Blancos o negros. Judíos o gentiles. Tenemos que ayudarnos los unos a los otros. Los seres humanos somos así. Queremos hacer felices a los demás, no hacerlos desgraciados. No queremos odiar ni despreciar a nadie”.

A casi 67 años del exilio de Chaplin de Norteamérica (ocurrido el 19 de septiembre de 1952, durante el Macartismo) acusado, como Charlot, de comunista por sus posiciones políticas y morales, del cineasta nos queda el discurso, uno que fue capaz de hacer reír a millones de personas alrededor del mundo promoviendo la solidaridad y la esperanza radical como instrumento elemental para trazar horizontes.

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