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Echale ganas

por Rodrigo Chávez

 

México es un país extenso, enorme y lleno de cosmogonías distintas y distantes entre sí, es en estas tierras en las que la muerte nos permite un día al año para que nuestros difuntos vuelvan a casa; es también el lugar donde un águila posada en un nopal nos indico donde construir una ciudad. Así podemos recorrer los 32 Estados de la República, conociendo y asombrándose de los mitos que la rodean —cada uno más fascinantes que los anteriores— y así mismo se ha desarrollado un mito fuerte, inhumano y al mismo tiempo cínico con respecto a la desigualdad social que marca la vida en el 2019.

 

Todos aquellos que hemos nacido en un privilegio de clase, color de piel y género tenemos la capacidad de poner en duda que lo obtenido es producto directo o indirecto de nuestros privilegios, además de la opción de renegarlos y caer en las trampas que el mismo sistema desigual nos ofrece para satisfacer nuestra necesidad de tranquilidad individual. Así entonces somos capaces de ir por las redes sociales y la vida misma gritando que a uno no le regalaron nada, que uno trabaja mucho, que lo que uno tiene es meramente fruto del incansable esfuerzo y, no así, de una vida rodeada de privilegios inaccesibles para muchos otros. Pero peor aún, vamos por la vida con ínfulas morales que nos hacen merecedores del derecho a juzgar a los demás, de señalarlos con el dedo y decirles que deberían aprenderle a uno su esfuerzo, su trabajo y su perseverancia; vamos por ahí juzgando a quienes dicen haiga o quienes desconocen a nuestros autores, quienes no han escuchado a nuestros músicos o simplemente no cuentan con un teléfono celular con buena cámara.

Vamos por la vida escuchando y repitiendo la mentira insostenible del esfuerzo individual como la clave única del éxito, nos convencieron mucho antes de tener consciencia de que levantarse temprano y llegar tarde a casa por el trabajo nos daría como resultado el acceso a una casa, un automóvil, pagaría las deudas y nos haría muy felices…

Pero, igual que la mayoría de mitos que habitan este territorio, ese pensamiento es una gran mentira, según el informe de Movilidad social en México el 49% de las personas nacidas en las condiciones más vulnerables —o quintil 1 como los académicos suelen llamarle—, morirán en esa misma condición social sin importar cuanto madruguen, cuantos trabajos puedan tener al mismo tiempo o simplemente cuantas ganas le echen.

Y es que el problema es precisamente ese, las clases privilegiadas remarcan y exigen a las personas de los deciles más bajos que le echen muchas ganas a la vida para que puedan salir de su situación de precariedad, algunos incluso tienen la osadía, si no es que el cinismo, de decir que ellos también hacen un gran esfuerzo, que para nadie la vida es sencilla y que lo único que nos queda a todos es echarle ganas.

 

Existen incautos que vienen y dicen que los pobres trabajan demasiado porque no son inteligentes, que deberían invertir en un negocio y entonces resolverán los problemas, no solo personales, sino sociales porque generarían empleos; les cuestionan el no leer, el no escribir, el no dedicarse apasionadamente a aquello que les haga felices, como si los deciles más bajos de este país tuvieran la oportunidad de conocerse al grado de saber que algo les apasiona hasta los huesos.

 

El echaleganismo es una mentira que nos repetimos unos a otros para tratar de justificar que no entendemos lo que sufren los que comparten este país con nosotros y, al mismo tiempo, nos ofrece la oportunidad de sostener todo un sistema que nos resulta benéfico aunque no sepamos o no queramos verlo así.

 

Este pensar nos desentiende de lo que sucede con aquellos que no comparten condiciones con nosotros, <no sabes cuánto esfuerzo me ha costado terminar una carrera> dirá el estudiante de clase media que, ensimismado, juzgó a su compañero por pasar las clases dormido, tachándolo de huevon e irresponsable, sin saber que ese compañero era jornalero o peón de una construcción para poder pagar las copias de la clase; que en algún momento tuvo que decidir si comprar un taco de canasta o pagar esos 7 pesos en copias para el ensayo del lunes.

 

"Deberías dejar ese trabajo y buscar uno en el que seas feliz, el sueldo es lo de menos cuando uno hace lo que le apasiona", dice el gerente de un cine al jóven que tuvo que abandonar la preparatoria para poder entrar a trabajar 2 turnos y apoyar a su madre a solventar los gastos de la casa porque la vida es cada vez más cara.

 

"Deberían de ponerse a trabajar y no andarse quejando, quieren todo regalado y lo único que provocan es que yo llegue tarde al trabajo", dice el conductor de un automóvil cuando ve una manifestación de campesinos que viajaron desde algún estado de la república para pedirle al gobierno que evite el despojo de sus tierras y la privatización del agua en su estado.

 

"El pobre es pobre porque quiere", le dice el empresario, hijo de familia ostentosa, a sus amigos mientras una señora en condición de explotación le pide una moneda afuera de un restaurante.

 

"Las cifras de quienes no pueden escapar de la pobreza me motivan a echarle ganas y poder ser rico algún día", dice con frialdad el profesionista que nunca ha dejado de comer y que, desde su sofá, muestra cuánta indiferencia puede tener.

 

"A mi nadie me regaló nada", gritan al unísono cuando los deciles más pobres, desposeídos y explotados los señalan como beneficiarios de su precariedad.

 

Con esta pequeña reflexión busco invitarlos a cuestionarse, ¿es acaso que las ganas que yo le echo a la vida son sustancialmente menores a las que los demás le echan?, ¿es verdad que mi esfuerzo individual es el que me ha traído hasta aquí o tiene que ver con las oportunidades y amistades que mi clase social me ha ofrecido?.

 

En este país echarle ganas funciona solo para deciles más altos, aquellos que no son ni el 10% de la población. Para los demás, echarle ganas es un proceso tortuoso que rendirá sus primeros frutos en 10 generaciones según la OCDE, culpar a alguien de las condiciones que vive es ignorar un sistema completamente adverso y ajeno a esa persona y, al mismo tiempo, hacer gala de nuestro propio privilegio al creer que todos comparten nuestras condiciones.

Fotografía de: JOHNNY MILLER / MILLEFOTO

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