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Proceso creativo

Por Melissa Cornejo.

Me siento a contemplar la hoja en blanco deseando que se llene sola, en un acto casi mecánico, por no mencionar la magia, que de eso hablaré luego. Como si pudiera enchufarme a la hoja, desde las venas, como un suero que recorre una manguera, pero de aquí para allá. Gotita a gotita, y cuando menos lo esperas, ya está.

Como si pudiera abrir el chaleco que llevo por carne y las mariposas salieran disparadas, dispuestas a estamparse en la pantalla. Como si sólo llevara mariposas aquí dentro. Como si fueran a plasmar todo esto con fidelidad absoluta. Como si no tuviera palomas del centro de la ciudad, y murciélagos, y polillas, y ceniza del bosque que se quema cada tres días en esta puta ciudad. Como si.

Todo eso pienso. Todo eso me atormenta mientras quiero definir de qué chingados malditas perras voy a escribir esta vez. Escribir no siempre es una caminata en el parque. Pero puede serlo. Depende de qué parque. El que está junto a mi casa, sí. De noche. Mirando hacia atrás esperando que no venga nadie. Esa caminata sí es.

Otra vez Melissa Cornejo hablando de cosas que a nadie le importan. Qué bonitas imágenes creas, ya sabemos, ahora háblales de la verdad. Ahora cuenta la historia.

Es que no sé escribir sino desde la herida. No he aprendido a teclear o garabatear sin lágrimas que lubriquen las hojas. Y espero nunca aprender a hacerlo, porque el día que lo consiga, el día que sea capaz de escribir sin sentir que cada letra es un temblor y cada espacio un abismo, sabré que se ha terminado todo. Escribir es involucrarse hasta el tuétano y dejarse las uñas, y la carne en el proceso.

Ese es mi proceso creativo: llorar, quitarme los lentes y llevarme las manos a los ojos porque me avergüenza encontrarme vulnerable ante mí misma y no haber notado antes qué tanto me dolía la palabra soledad, por ejemplo. Sangrar, sola y desnuda. Sangrar y escribir con esos chorros que brotan de todas partes. Sangrar y escribir letras oscuras y calientes que tengan refrendo aquí dentro.

Ese es el proceso creativo. No copas de vino, ni cigarros, ni jazz de fondo. No es la calma, sino la competencia endemoniada contra el reloj y el eterno reproche: “debí escribir esto a tiempo, más temprano, de mejor manera”.

Y al final, cuando por fin se escribe, cuando por fin se termina -o se termina uno de convencer que ha terminado porque ya no quiere tener enfrente un texto flojito que necesitaría muchas horas más de trabajo-, aflojar el cuerpo y rendirse ante el botón de enviar.

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