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¡Fuera máscaras! Es hora de actuar.

Por Ángel Estrada

Tendría que ser inadmisible que un gobierno de izquierda perpetúe a los cuerpos militares en las calles, luego de más de una década de guerra contra el narco, donde ha quedado evidenciado el fracaso de dicha estrategia, pues ha dejado a la vista de la sociedad mexicana y de la comunidad internacional la incapacidad de los cuerpos militares para llevar a cabo tareas de seguridad pública, sin que estos incurran a violaciones sistemáticas de derechos humanos, como han hecho hasta hoy.

Debemos dejar de romantizar al ejército mexicano (y en realidad a cualquier ejército armado del mundo). El ejército no es "heroico" —o no al menos en temas de seguridad pública— y al contrario, a lo largo de esta década y media, han demostrado en varias ocasiones ser parte de los personajes antagónicos en este clima imperante de violencia y muerte, en detrimento de la población mexicana, que ha sufrido de su parte abusos de autoridad, violaciones graves de derechos humanos que incluyen violaciones sexuales, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, y un desafortunado etcétera.

Andrés Manuel se equivoca al mantener a las fuerzas armadas haciendo tareas que no les corresponden. Vale dejar en claro que la acción per sé no es violatoria de ninguna ley, y que de hecho se le había dado un periodo de 5 años a los cuerpos castrenses para volver gradualmente a sus cuarteles, mientras la Guardia Nacional lograba consolidarse como cuerpo de seguridad eficiente y confiable. Sin embargo, la decisión tomada desde la presidencia hace pocos días sugiere que ese regreso gradual será o muy lento en el futuro inmediato, o quizá nulo. No se dejará de ver a militares en las calles por mucho tiempo más, lo cual supone varios posibles problemas que derivaron de tan lamentable decisión: a) Puede deberse a que la estrategia de seguridad del lopezobradorismo, hasta ahora, esté siendo un rotundo fracaso y la violencia no esté disminuyendo sustancialmente, como las mismas cifras oficiales lo indican, o; 2) Puede que Andrés Manuel esté de manos atadas, tratando de ganar una legitimidad que no se gana en las urnas, que es la legitimidad institucional; muy específicamente, la legitimidad institucional que proviene de las fuerzas armadas, como decía el jueves Rodrigo Chávez. Y es que durante el calderonismo y el peñanietismo se le otorgó tanto poder político y económico al ejército, que resultaba difícil terminar con tal poder sin esperar que ello no deviniera en posibles conflictos políticos que pusieran en riesgo la gobernabilidad y el de por sí quebrantado Estado de derecho.

En cualquiera de ambos casos, el problema es delicado. Si se trata de la falta de resultados de la Guardia Nacional, ello quizá responda a su constitución misma, es decir, a que está formada por militares, marinos, cuerpos de la ya extinta Policía Federal y civiles, estos últimos en minoría. En esencia, sería como cambiarle el nombre a una persona, que con el cambio de nombre seguirá siendo la misma persona. Si se trata de la dificultad que encuentra el presidente para relegar al ejército a las tareas que hacía antes de 2006, dado el poder que las instituciones castrenses poseen ahora, entonces, como se comentó en el espacio del jueves, quizá estemos de manos atadas, a merced de lo que aquella institución dotada de fuerza —tal vez como nunca antes en la historia del México moderno— disponga.

Pensar en que pueda tratarse de esta última opción es desolador. Sería quizá la prueba de que no hemos llegado al punto más bajo de nuestra decadencia, y, de verdad, espero estarme equivocando.

Por otra parte, enoja recordar que, en conjunto, un presunto narcogobierno (2006-2012) y un gobierno ausente, pero corrupto (2012-2018), dejaron a un país desangrado, perforado por millones de balas, dolido por las miles de muertes y desapariciones, y convertido en el cementerio con la fosa clandestina más grande del mundo. Pero resulta más frustrante y triste haber llegado a 2020, dos años después de una histórica elección que llenó de esperanza a millones de mexicanas y mexicanos, y escuchar a un presidente que habló y convenció con banderas de progresismo y conciliación durante años, minimizando el problema de violencia que viven millones de mujeres en sus hogares, apelando nuevamente al discurso romántico de que existe un “pueblo bueno”, que “aquí no pasan esas cosas” y que “el 90% de las llamadas que denuncian violencia en el hogar son falsas”. Más aún cuando los feminicidios son crímenes que se han cometido constantemente en México, desde mucho tiempo antes de empezada la guerra contra el narco (recordar a los Feminicidas del campo algodonero de Ciudad Juárez); es decir, se trata de un problema que ha pervivido en la sociedad mexicana durante décadas, y al que no se le ha hecho frente.

No sé desde qué lugar habla el presidente, pero no es desde el México real, donde asesinan impunemente a 10 mujeres al día.

Por más acciones que se tomen desde la Secretaría de Gobernación, liderada por Olga Sánchez Cordero, y otras instituciones, para frenar la violencia de género (no se malentienda; dichas acciones son urgentemente necesarias y habrá que darles seguimiento puntual), la realidad es que la voz del presidente resuena más alta, y se tendría que hacer un llamado enérgico a que cambie su discurso respecto a la insufrible violencia que viven las mujeres de éste país. Minimizar es criminal, minimizar solo agrava, o, en el mejor de los casos, no aporta en nada positivo.

Es comprensible que al presidente le hayan dejado un país deshuesado, así como es entendible, por lo tanto, que después de un año y medio de gobierno no se presenten cambios visibles, porque desestructurar y reestructurar es un proceso lento y difícil. Lo que no es entendible ni justificable es que se estén siguiendo las mismas formas de los gobiernos predecesores para combatir la violencia, incluyendo el uso de la revictimización o la negación como medio discursivo.

Las decisiones de una clase política van a afectar a las generaciones más jóvenes y a las que están por venir, mientras en la inmediatez, afectan a todxs. Las decisiones que se tomen en temas de seguridad serán fundamentales para trazar el camino que habrán de seguir dichas generaciones en el presente y en el futuro, y por eso la importancia de insistir fuertemente en la desmilitarización del país, y buscar vías como la creación de cuerpos policiales civiles, que tengan acceso a una formación integral, a buenos salarios y prestaciones y a una constante capacitación; así mismo, es preciso exigir e impulsar la creación de políticas públicas de bienestar, que prueben su eficacia al garantizar a los habitantes de este país el acceso a servicios básicos, a derechos laborales, a trabajos dignos, a educación, a salud y cultura, y a aquellos elementos que les alejen de la vida criminal y de la violencia, es decir, atacar las causas; además, es menester empezar a pensar y llevar a efecto un proceso de justicia transicional, que garantice a las víctimas del periodo de violencia vigente el acceso pleno a la justicia y a la verdad, que otorgue garantías de no repetición y que repare los daños causados. Es decir, los cuatro ejes holísticos de este proceso.

Ante ese panorama, la importancia de que como jóvenes nos involucremos cada vez más en los asuntos que atañen al país, y por tanto, a nosotros, y que cuestionemos cada acción que pudiera ser perjudicial para el bienestar y la estabilidad de la población, reside en que seremos directamente afectados (positiva o negativamente) por las decisiones que se tomen desde el poder, no solo en la inmediatez, sino a largo plazo.

Ganar y hacernos de espacios en los que nuestras voces sean escuchadas es fundamental, porque cuestionar la realidad, propia y común, devela una serie de problemas que quizá no veíamos desde nuestro estado de comodidad.

La comodidad es cómoda (permítaseme la redundancia) porque nubla la vista, o en el peor de los casos, causa ceguera, una ceguera que centra toda la atención en asuntos meramente internos.

Resulta urgente que desde nuestras posiciones dejemos a un lado la comodidad, pues en la medida en que la quitemos de encima, la ceguera se curará, y nos será posible ver el mundo que se escondía más allá de nuestro mundo. Ello nos hará cuestionarnos si éste lugar, tal como ha sido forjado por la historia, por sus protagonistas y sus antagonistas, es un buen lugar para vivir, o si es necesario sumar fuerzas para modificarlo y hacer de él uno mejor, uno menos violento, con más derechos, con mejores relaciones interpersonales, con menos desigualdades. Esa es la política a la que debemos aspirar, y esa política la debemos hacer todas, todos y todes de manera permanente.

***

Hoy, 17 de mayo, se conmemora el Día Internacional contra la Homofobia, la Transfobia y la Bifobia. Es increíble que en 2020 sigamos sabiendo de constantes casos de agresiones a la comunidad LGBTTTIQ+. El odio hay que desterrarlo. Hago un llamado a la misma comunidad sexodiversa a terminar con nuestras violencias internas para poder hacer frente conjunto a las externas:

Dejemos de permitir que se lucre comercialmente con el movimiento, y que las grandes empresas, que históricamente han ejercido violencia sobre nosotrxs, llenen sus bolsillos a costa de una lucha que no les duele, que no sudan y que no sufren en carne propia.

Dejemos de invisibilizar a lesbianas y bisexuales; existen, y forman parte mayúscula de la columna vertebral de la comunidad, tanto como gays, trans, inters, queers y más. Somos un cuerpo cohesionado.

Visibilicemos con fuerza el constante ataque que vive la comunidad transexual/transgénero. Ser una persona transexual/ transgénero debe dejar de ser una condena a muerte.

Y así, pues, luchemos contra el odio, juntas, juntos, juntxs.

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