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Morir es un alivio

Por: Jorge Kahel Ruizvisfocri Virgen.

Entre 2014 y 2015, la doctora Karina García Reyes realizó uno de los esfuerzos más dolorosos que se han hecho en México: entrevistó a ex miembros del crimen organizado para indagar sobre su lado de la historia. ¿Qué sienten y viven los “enemigos de la guerra contra las drogas? ¿Cómo justifican los actos de violencia en los que toman parte? ¿Es posible escapar de la brutal vida como miembros del crimen organizado?

Morir es un alivio es el libro donde se concentran los hallazgos más importantes que hizo Karina García durante su investigación doctoral. En sus páginas se retrata el lado más oscuro de México: Un testimonio narra como algunos desaparecidos jamás aparecerán, pues sus cuerpos fueron disueltos en ácido. Otro testimonio cuenta como algunas desapariciones son parte de rituales asociados al culto de la Santa Muerte. Todos, en general, coinciden en que este país es víctima de una brutalidad, crueldad y falta de empatía terrible.

Afortunadamente, no todo es malo en Morir es un alivio. Además de la violencia, las historias que recogió García Reyes tienen otro punto en común: es posible parar el ciclo de violencia. Este libro podría ser uno de los más importantes que se han publicado en México, pues en sus páginas hay lecciones sobre los mecanismos que normalizan la violencia en la sociedad, evidencia sobre la fallida política de readaptación social del país y, en cierto modo, un punto de partida para repensar nuestras estrategias para atender el problema de violencia en el país.

Una de las lecciones más importantes que nos da el libro es sobre como la violencia en México se origina en los hogares donde vivimos. Un punto común de las historias de vida de los ex sicarios que entrevistó la doctora García Reyes es la violencia machista que vivieron en sus infancias, pues prácticamente todos los entrevistados provienen de un hogar dónde el padre ejercía distintos tipos de violencias contra los miembros de la familia. De hecho, muchos de los entrevistados coincidían en la fantasía de adquirir poder para asesinar a sus padres y obtener algún tipo de cierre con esos capítulos de sus historias. Sin embargo, los entrevistados reconocieron que terminaron replicando los comportamientos violentos que vieron en sus padres, creando un ciclo donde la violencia familiar se aprende, se replica y se extrapola hacia otras facetas de la vida de la víctima, que se convierte en victimario.

Además de los hogares, el libro nos permite ver que la violencia también persiste porque es un habitante más de nuestras comunidades. De cierto modo, los ex sicarios lograron integrarse con relativa facilidad al orden violento del crimen organizado porque provenían de barrios dónde las pandillas y la violencia eran el único mecanismo para sobrevivir y prosperar. Tal parece que no solo es la ambición y el deseo de salir adelante lo que alimenta al crimen organizado, sino la existencia de contextos violentos que producen una suerte de “especialistas de la violencia” listos para explotar las habilidades que desarrollaron en sus casas y comunidades; y creo que mientras no logremos ayudar a que sanen las comunidades afectadas por distintas violencias, no lograremos reducir los problemas de criminalidad en México.

Morir es un alivio también refleja la inutilidad del actual sistema de readaptación social para tratar de reintegrar a quienes han cometido actos de violencia. No es que se trate de algo imposible, pues los testimonios que la doctora Reyes recogió demuestran que los perpetradores de atrocidades pueden cerrar esos capítulos de su vida y convertirse en personas distintas. Se trata de que la política nacional de readaptación social es un desastre: Por un lado, los políticos presentan al “endurecimiento de las penas” y el “aumento de los delitos graves” como soluciones al problema de inseguridad, mientras que las prisiones se conviertan en una parte misma del problema, pues la falta de un enfoque de readaptación las lleva a convertirse en lugares para perfeccionar las habilidades de violencia y realizar conexiones con otros criminales. Lo que es peor, como han documentado Sergio Aguayo y otros más, las prisiones pueden convertirse en los cuarteles de grupos delictivos, desde dónde se planean y ejecutan crímenes en completa impunidad. Resulta trágicamente irónico que como sociedad entendemos que las prisiones son lugares son espacios para perfeccionar el crimen, pero en lugar de dedicarnos a exigir reformas necesarias nos conformamos con el populismo penal que abarrota celdas sin cambiar el problema de fondo.

En cierto modo, Morir es un alivio también ofrece una explicación para las contradicciones que vivimos frente a la violencia: estamos atrapados en el relato de “la guerra contra el crimen”. Hemos interiorizado hasta tal punto que la violencia responde a enfrentamientos entre cárteles, o entre crimen organizado y gobierno, que hemos dejado de preguntarnos por soluciones distintas a la guerra. Y eso alimenta la incesante espiral de violencia que vivimos: con las mentes puestas en la guerra, las alternativas son encerrar “a los malvados” en prisión o darles muerte, por lo que nuestro presupuesto termina en soldados y no en prevenir las violencias en nuestras comunidades y en sanar nuestras prisiones tan dañadas.

Sin embargo, en las páginas de Morir es un alivio logré encontrar un atisbo de esperanza. Las personas que entrevistó la autora lograron superar sus vidas de violencia al encontrar comunidades que no los juzgaron, los trataron con humanidad y respeto, y les ayudaron a forjar nuevos tipos de relaciones. Probablemente, esta es la lección más importante del libro: La guerra contra las drogas y la brutal violencia que vivimos no es un destino tallado en piedra, sino una elección que se sustenta en una lógica política. Mientras más rápido abandonemos la narrativa guerra y castiguemos a partidos, políticos y empresas que se aprovechan de ella, más rápido podremos sanar nuestro país y construir algo distinto, algo mejor.

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