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El gusano naranja

Por Paolo Sánchez

Son las 8 de la mañana en la Ciudad de México. En los subsuelos la multitud se arremolina y los cuerpos chorrean el amargo sudor de un lunes por la mañana. Dentro de los vagones, los usuarios se miran entre ellos, dejan pasar los minutos, duermen de pie sostenidos por los  inmovilizados seres que les rodean. 

En los andenes, los menos afortunados consultan la hora con impaciencia y asoman la cabeza hacia el lóbrego túnel en el que el gusano naranja se ha refugiado desde hace más de 20 minutos. Un pueblo desentendido de sí mismo, olvidado de sus saberes y afectos yace bajo tierra, convocado por la fuerza. No se hablan, pero la indignación es compartida. Los más osados sueltan un “puta madre” rasposo y dolido; otros con mayor timidez se limitan a negar con la cabeza y volver a mirar la hora.

En los transbordos los espíritus avezados recorren con destreza los pasillos. Esquivan y adelantan a los cuerpos más voluminosos; a los resignados, que probablemente temen más la llegada a sus compromisos que el propio suplicio subterráneo, algunos de ellos ya informan vía telefónica su derrota frente al infame bicho: “pinche metro está de la chingada”, avisan a sus interlocutores; a los enamorados, que con el cinismo y obnubilación que solo los más puros sentimientos permiten, cubren de extremo a extremo los corredores con sus entrelazados brazos.

La travesía se topa entonces con las escaleras. Hay quienes llegan a la cima, en un despliegue acrobático cotidiano, saltando de dos en dos escalones. Pero son las 8 de la mañana y pocos pierden aliento en la maniobra. Prefieren por supuesto las escaleras eléctricas que permiten avanzar con no despreciable velocidad por el lado izquierdo hasta que algún distraído, perverso o idiota se detiene inalterado y desentendido de quienes a su espalda le observan con odio agazapado mentando madres en silencio.

La espera parece al fin terminada en las veredas cuando un convoy llega a la abarrotada estación. Quienes saldrán, se escurren por entre la sebosa y agotada humanidad; afuera, a espera de que las puertas se recorran, la gente se acoraza con sus bolsas y mochilas, se espabilan tras el aguardo y preparan el ingreso con los audífonos puestos, al son del himno de guerra de cada uno de los combatientes. Llegado el momento, el arribo es inclemente: la masa se revuelve, algunos caen, otros salen dando trompicones; aquellos que logran entrar lo hacen aguantando golpes y endureciendo el cuerpo.

Hay quienes en las postrimerías de la batalla aún se aferran al interior de la bestia haciéndose espacio donde ya no hay más. Las puertas se abren y cierran tortuosamente pero ceder no es siquiera una posibilidad. Con violenta solidaridad algunos empujan desde fuera; adentro, visiblemente fastidiados pero sin soltar queja alguna, los usuarios aceptan las insistencias y el obligado adelgazamiento del espacio.

El gusano naranja hace su recorrido con quietud y molestia, contagiado quizá del temperamento de quienes habitan sus entrañas. Al gargajear a todo mundo, al liberarlos del sinuoso trayecto, vuelve al punto de partida, manso pero canijo.

Para Monsi el metro es la ciudad y en él se escenifica el sentido de la ciudad. Es entonces el metro reflejo de una ciudad que agota y  desvirtúa el tiempo; que silencia toda queja y apaga nuestros fastidios; que nos detiene por más que pretende celeridad y que pese a querernos individuales termina por arrojarnos a la multitud.

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