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Vivir para contarlo

Por Melissa Cornejo.

“Superviviente, sí, ¡maldita sea!,

nunca me cansaré de celebrarlo,

antes de que destruya la marea

las huellas de mis lágrimas de mármol.”

— Joaquín Sabina.

Intento no juzgarme por dejar que la herida comenzara a sanar antes de sentarme a escribir esto. Intento mirar la herida con compasión y entender mis procesos. No escribí esto antes porque no estaba lista y el aire no me bastaba. Sin embargo, ahora retiro la corteza de mi herida para exponerla y poder escribir esto con toda la sinceridad que sólo el dolor nos permite. 

Por semanas se ha discutido públicamente, y sin mi consentimiento, mi forma de relacionarme, mis vínculos, mis afectos y mi sexualidad. Las primeras veces lo dejé pasar por culpa de mi naturaleza conciliadora: no quería estropear mi relación con las personas que emitían esos juicios, pues hasta ese momento les respetaba y les justifiqué dentro y fuera de mi cabeza. Pensé que eventualmente caerían en cuenta, pero no fue así. 

La violencia digital se perpetuó hasta que personas cercanas a mí se dieron cuenta de que, en efecto, yo era el foco de estos ataques misóginos. La agresión escaló y ya no pude contenerla, justificarla o esconderla. Esto último no era mi trabajo, pero el cariño que aún les guardaba a esas personas me cegaba. 

Decidí replegarme para lamer mis heridas y sanar en privado porque sabía que fiscalizarían hasta mis procesos. Necesitaba respeto, espacio y silencio. Mostré mi bandera blanca y me alejé de redes sociales por unos días esperando que eso fuera suficiente para que todos nos detuviéramos a reflexionar y la violencia que ejercían en mi contra se detuviera. Pasó lo contrario: los ataques y difamaciones aumentaron. Desde entonces se me cuestionó por todo: por hablar, por no confrontar a tiempo, por no querer dialogar con los victimarios. Ahí lo entendí: hiciera lo que hiciera tendría el mismo resultado.

Durante esos días de silencio dejé entrar a pocas personas y no he hablado públicamente de lo que realmente viví. En parte por pudor, y en parte porque no quise preocupar a nadie. Sin embargo, ahora me siento lo suficientemente fuerte para romper el silencio y compartir mi herida con la esperanza de crear conciencia y demostrar que la violencia digital tiene consecuencias reales. Escribir esto se siente como volver a fracturar un hueso que ha sanado mal. Doloroso, pero necesario para volver a ser funcional y retomar mi camino.

Entre las cosas más hirientes, —por hacer la lista finita—, están: el silencio y la omisión de personas por las que hubiera metido las manos al fuego, el tener que ver cómo personas a las que les di mi cariño se formaron del lado de mis agresores y se solidarizaron con ellos, y la revictimización y la burla de personas que no tenían nada qué sentir y nada qué cobrarme.

Los días eran todo menos fáciles: tenía que establecer rutinas un poco estrictas para quedarme “de este lado” y no tener una recaída. Pero lo verdaderamente difícil era mantener mis pedazos juntos por las noches. Todas las madrugadas tuve crisis ansioso-depresivas que me mantenían despierta hasta que salía el sol. Recuerdo poco de esas horas, no sé si porque decidí bloquearlas o porque no hay mucho que recordar, pues eran un bucle infinito de frío, temblores violentos y llanto, y lo único que podía decirme era un constante: “no es tu culpa, no es tu culpa, no es tu culpa’’, mientras me hacía un ovillo en el piso de mi baño. 

Fue a mitad de una de esas crisis que cometí el error de entrar a twitter de nuevo y encontré todo mi inicio lleno de insultos, burlas y cuentas falsas creadas con el único fin de acosarme. ¿El colmo? Esas mismas cuentas aseguraban que yo estaba exagerando y que todo era orquestado por alguien más que me manipulaba y me decía dónde golpear. Como si mi dolor no fuera legítimo. Como si mis sentimientos no fueran válidos. Como si no tuviera capacidad de agencia y raciocinio. Como si no hubiera sido yo conciliadora hasta el cansancio. Como si no hubiera escrito yo, en este mismo espacio, sobre la posibilidad de disentir desde el respeto.

Me rompí. Tenía que romperme para poder sanar. Tenía que romperme y me di permiso. 

En medio del dolor y la desesperanza encontré un par de faros que guiaron mis pasos entre la neblina. Me descubrí sostenida por una red de apoyo maravillosa y amorosa que no sabía que estaba ahí para salvarme la vida. Encontré gente que, hombro a hombro, construyó una muralla a mi alrededor y me acuerpó, y me cubrió la espalda mientras encontraba el camino de regreso a mí y reparaba mis alas. 

Nunca esperé tanto odio, pero nunca antes recibí tanto amor. Nunca esperé ataques de gente tan querida, pero nunca antes fui testigo de tanto cuidado y tanta ternura. 

Cuidaron mi reputación, mi espacio, mis tiempos, mi cara, mi cuerpo, mi imagen, mi esencia, mis luchas, mis ideales y mi nombre con la finalidad de no revictimizarme. Cuidaron mi llama, y aunque no lo sepan, no exagero al decir que me salvaron la vida. A ellos les debo todo y no piensan cobrarme nada porque no existe manera de pagarles tanto amor.

Observar todo desde la soledad me dio la oportunidad de reconocer lo que habían hecho conmigo y hasta qué punto permití que esto pasara. Hoy, gracias al tiempo y la distancia, puedo verlo todo con absoluta claridad y no pienso ceder ni un milímetro regalándoles mi silencio.

Fui víctima de violencia digital de género: usaron una plataforma digital para agredirme psicológicamente, dañar mi privacidad, mi dignidad y mi intimidad. Me hipersexualizaron y me revictimizaron, pues según su lógica, ellos podían hablar de mi sexualidad ya que para mí nunca había sido tema tabú y yo había elegido tener un espacio en las redes. 

Fui víctima de doxxing: difundieron, sin mi consentimiento, detalles de mi intimidad que yo nunca había compartido públicamente.

Fui víctima de violencia política en razón de género: un desencuentro ideológico bastó para recibir agresiones misóginas donde cabía, perfectamente, un cuestionamiento político. 

No tengo ninguna enfermedad de transmisión sexual como se me acusa, pero aprovecho este espacio para condenar el estigma y la ignorancia desde los que se emiten esos juicios. Las enfermedades no son una falla moral, ni es algo de lo que una persona deba avergonzarse. Si alguna persona con ETS se tropezó con alguno de esos ataques y se cuestionó su valor, lo siento muchísimo, le abrazo con el alma y le digo que no hay nada malo en ella y no fue su culpa.

Nunca he temido la confrontación y celebro la pluralidad dentro del movimiento. Como lo he dicho en repetidas ocasiones: creo que la diversidad nos fortalece al permitirnos ver la misma situación desde ángulos distintos pues a todos nos atraviesan contextos diferentes. Lamentablemente, para que esto funcione hace falta humildad y madurez. Una diferencia política se responde con un cuestionamiento político. Tenemos un compromiso moral y ético como parte de un movimiento de transformación, y eso implica no callar ante la violencia digital de género que no es otra cosa sino la extensión de la violencia que vivimos las mujeres fuera de las redes sociales.

 Buscaron atacar mis cuentas con la finalidad de aislarme y desconectarme, y yo se los permití en mi infértil búsqueda de conciliación. Fui parte del 80% de las víctimas de violencia digital de género que abandonan las redes sociales y caen en la autocensura coartando así su pleno desarrollo. 

Me asumo como víctima sólo en el sentido legal, pero hoy, al enviar este texto, decido salirme de esa narrativa que me impide actuar. Esto como decisión personal y a manera de resistencia. Hoy entiendo que tengo un compromiso político de sentar un precedente legal en contra de la violencia digital. No sólo conmigo misma, sino con todas las personas que han sido víctimas.

Habrá gente que me juzgue por proceder en contra de mis agresores, pues sé que varios de ellos se están victimizando después de haberme violentado sin piedad, y para ellos aclaro: no se puede ser víctima y victimario. Ustedes ya eligieron su rol.

Habrá gente que se escude en la libertad de expresión, y para ellos dejo un apunte: la diferencia entre la libertad de expresión y la violencia digital radica en que la primera no busca dominar, difamar, desprestigiar, ni dañar la dignidad humana. Los límites son claros.

Nadie tiene derecho de decirle a la víctima cómo proceder y cómo resolver el conflicto que ella no inició. Nadie tiene derecho de pedirle explicaciones, ni de cuestionar la legitimidad de sus sentimientos y procesos. Tomemos esto como una oportunidad para demostrar que somos distintos aceptando que hace falta abordar estas situaciones con una perspectiva victimal, digital y de género.

A doce horas de empezar a escribir este texto contemplo mi herida y sé que ahora puedo hacer las paces con ella. Sé que lo que viví fue real, que lo que sentí fue válido, que actué como pude con los recursos que tenía, y que la forma en la que decida proceder es legítima.

Ahora entiendo que cuestionaron mi vida privada porque no encontraron grietas en mi carácter, y gracias a eso, cada que mire la futura gran cicatriz y encuentre un pedacito sensible en mi carne, seré capaz de celebrarlo. 

Nunca me avergonzaré de amar a quien amo y de tener cuidados y ternura con la gente que me regresa lo mismo en justa medida. Nunca perderé mi autodeterminación para ejercer mis derechos sexuales y mi forma de relacionarme. Eso es algo que jamás podrán arrebatarme.

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