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La realidad que alcanzó a la niñez

Por Ángel Estrada

 

Debo decir que lamento que en estos, mis espacios, abunden las historias de tragedia y violencia. No sé si realmente me siento cómodo escribiendo al respecto. Lo que sí sé es que al menos hoy no hay tema más apremiante que el de la seguridad y la violencia: la primera, ausente; la segunda, acostumbrada a vivir con nosotros y nosotros con ella.

Y es en esa costumbre recíproca donde se encuentra una respuesta al cuestionarnos por qué el tejido social se resquebrajó en tales dimensiones de trece años a la fecha. No es un problema menor: vivimos acostumbrados a la violencia.

Pero no se trata de una costumbre donde como transeúntes tenemos que soportarla y ya, sino que hemos tomado el papel de reproductores de esa violencia en nuestros círculos más cercanos.

 

Por mucho tiempo, el Estado se encargó de glorificar los discursos de guerra contra el narco con espectáculos mediáticos y detenciones de capos con toda una producción televisiva detrás que a muchos inspiraba cierta confianza, y se lavó las manos respecto a lo que en las calles sucedía.

Hubo un cambio cultural muy marcado por la guerra; grandes producciones se dedicaron a replicar en la pantalla chica la vida de "lujos, excesos y éxitos" que los narcotraficantes llevaban. En las calles cada vez fue siendo más constante ver cadáveres en bolsas negras, decapitados o pendiendo de puentes vehiculares. En las noticias se hicieron presentes cada vez más y más las notas rojas, al igual que en diarios como "Metro" o "El gráfico", donde las imágenes explícitas solo tenían como fin crear morbo. Y entre calles y vecindades, lo que antes fueron pláticas al oído sobre algún caso aislado de crimen, se convirtieron en los grandes temas de conversación por su creciente repetición.

 

De un estado de alerta donde con frecuencia la gente comenzó a temer salir a las calles y lo evitaba si podía, pasamos a un estado de costumbre, donde la sociedad aprendió que había que convivir con la violencia, como si esta fuese un miembro más de nuestra familia, siendo ya al día de hoy un obligado estilo de vida.

Era lógico. En un país tan pobre y desigual como México, no ir a trabajar no es una opción para millones de personas que como cabezas de familia tienen una responsabilidad con sus hijos e hijas, o incluso solamente con ellos mismos. El consuelo se volvió para muchos signarse bajo su credo antes de salir a la calle, y pedirle a su Dios que una bala perdida o un fuego cruzado no terminaran no solo con su vida, sino tampoco con la de sus hijos.

Y estos últimos, nacidos y crecidos en la época del terror, cobijados desde su primer día de conciencia plena por grandes capas de pólvora y caminando sobre calles tapizadas de sangre, difícilmente sienten el miedo de lo desconocido atravesando sus cuerpos. Así nacieron, así crecieron.

Entre la barbarie, el camino para ellos en muchos casos ha sido jugar y disfrutar de sabores y emociones que distraigan la mente de imágenes perturbadoras que por accidente ojearon en los periódicos; en muchos otros casos, tal solo quedarse en casa haciendo diferentes labores o actividades que le distraigan.

En su columna del 27 de diciembre de 2019, la periodista Peniley Ramírez señala con base en estadísticas que desde 2006, cuando se anunció la llamada "Guerra contra el narco" de Calderón, más de 20 mil niños han sido asesinados.

Según los datos de incidencia que ella misma cita, 8 de cada 10 niños asesinados en el mismo período han muerto por arma de fuego.

 

Perdón que insista, pero junto con la pobreza y la desigualdad, la cultura de la violencia (como consecuencia misma de los dos primeros aspectos), inducida por el Estado, es la causa de que hoy un niño de 11 años y su profesora estén muertos en Torreón.

¡Qué fácil se ha vuelto para muchos niños y niñas jugar a emular los papeles de "los chingones", —como muchos han pintado a los narcotraficantes— y qué fácil se han vuelto para los padres aplaudir tales acciones sin inmutarse!

¿Hasta dónde se ha llegado que es fácil que un niño tome y utilice un arma de fuego?

Pero hay que ser claros, los menos culpables son los niños. Como niño y niña se aprende de lo que se ve, de lo que le es permitido conocer mientras crecen; pero si entre ver y conocer no hay nadie que sea capaz o tenga la voluntad de comunicarle y persuadirle sobre los comportamientos que son éticos (al menos en una visión aceptada en lo social) y los que no, entonces será fácil que aprendan y hagan suyas ciertas conductas que, al menos para ellos, no serán mal vistas.

Y cuando menos nos damos cuenta, ese niño o esa niña crecen bajo la sombra del abandono persuasivo, incapaces todavía de distinguir entre comportamientos erráticos y "cívicamente correctos". Luego, aquellos niños al convertirse en adultos harán de esto un ciclo generacional donde sus hijos y sus nietos replicarán lo que ellos hicieron al crecer.

 

El caso de Torreón, como el de Nuevo León hace tres años, donde son niños quienes deciden accionar un arma de fuego contra sus compañeros y profesores, es el llamado más enérgico que la niñez está haciendo a la sociedad y al gobierno. Es un grito claro de ¡basta, paren ya!

El futuro de una sociedad que aspira a la libertad y a la justicia sienta sus bases en primera instancia en las vidas nuevas, en la niñez. Si estamos descuidando de manera alarmante a la niñez, ¿qué podemos esperar del futuro? Quizá solo barbarie.

 

Andrés Manuel debe cambiar el discurso que criminaliza a la juventud y centrar sus acciones en políticas que protejan a los niños de ambientes violentos y potencialmente peligrosos para su desarrollo. Debe tomar en serio la lucha para que aquella tendencia alarmante de niños asesinados decrezca y, de paso, quitarse los prejuicios con los que juzga el origen de la violencia, que no es propiamente el consumo de drogas.

Y no, el problema para nada son los videojuegos.

Y no, no habrá de resolverse el asunto con revisión de mochilas en las escuelas día con día No es tan sencillo como eso.

Si el presidente verdaderamente está convencido de que su gobierno representará un punto de inflexión en la vida pública de este país, debe saber que no logrará ningún cambio de manera estructural si su gestión descuida algo tan fundamental como la vida nacida. De nuestra parte, como sociedad, el reto es no mandar al basurero del olvido lo acontecido ayer, y hacer un esfuerzo mayor por no olvidar todos y cada uno de los casos donde el ser humano es deshumanizado. Dejemos de normalizar la violencia. Hoy duele mucho Torreón y duele mucho México.

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