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​​Aquellos días (Primera parte)

Por Paolo Sánchez

En aquellos días me invadía una especie de impulso, ese evanescente impulso que hoy se siente distante; se trataba de una pulsación cardiaca más enérgica que el resto y que invisibilizaba todo peligro. Recuerdo que mi infancia estuvo repleta de ese brío. En aquel entonces, uno de los mayores placeres  era visitar a mi abuela que vivía en Querétaro. El camino para salirme con la mía siempre estuvo lleno de escollos, pues era una odisea conseguir el permiso de mi adusto padre quien, con su habitual tono imperioso, me negaba cualquier tipo de licencia.

En aquel caso particular, mi padre prefería que si yo iba a Querétaro fuera exclusivamente para visitar a su hermana cuya presencia en mi vida se me suele escapar; tan es así que no recuerdo su nombre. Lo único que valía la pena de ver a esa señora mal encarada era montar a caballo y beber refrescos que aún no se comercializaban en la capital como la Yoli o el Sprite. Ella vivía con su esposo (cuyo nombre tampoco recuerdo) en un rancho en Colón y tenía un estanquillo donde se vendían escobas, mecates, frijol y arroz por kilo.

Lo que a mí me interesaba era ver a mi abuela.  Había que ser sumamente porfiado para conseguir la aprobación de mí padre; a veces ni así era posible, pero valía la pena ser paciente. Cuando lograba convencerlo, los días en casa de la abuela eran especiales. Con ella vivían mis primos Roberto y Augusto. En aquel entonces las relaciones familiares pervivían pese a la lejanía.

Si algo se aprende con el tiempo y la marcha, es que todo responde a una misma naturaleza de desaparición; no sólo aquellos que nos rodean y nosotros mismos, sino sentires que llenan el alma reciamente y que pareciera son eternos: todo tiene una fecha de caducidad que no conocemos, pero tememos todos los días. De aquellos viajes recuerdo una gran cantidad de anécdotas que prevalecen en mi memoria y que luchan por no ser olvidadas enfrentándose al tiempo que nos arranca la vida con lentitud. Hoy aprovecho para contar estas andanzas que relucen en mi mente cada vez más susceptible a la nostalgia y al recuento.

Durante las vacaciones de Semana Santa, el Jueves Santo, para ser preciso, y fieles a la costumbre de visitar las siete casas, nos metíamos a las iglesias con el único fin de robar las limosnas. Solíamos tener relativo éxito en aquel arte de hurtar el dinero sin levantar suspicacias; el procedimiento debía ser ejecutado con cautela y confianza inquebrantable. El cepo estaba a la vista de todos y resguardado por una mujer de unos sesenta años que vendía artículos religiosos (estampillas, veladoras, estatuillas, rosarios, entre otros tantos). Lo más difícil era encontrar un momento de distracción, entonces nos acercábamos apacibles, ocultando el miedo que arremolina las tripas, después intercambiábamos varios pesos del cepo por monedas de mucho menor valor. Muchas veces nos descubrieron. Cuando sabes que eres culpable del crimen del que se te acusa ya no es posible languidecer ni arrepentirse, pero era fácil ceder ante la presión adulta; por lo cual también teníamos un plan para esos casos. Alegábamos solo haber tomado nuestro cambio tras haber depositado en aquella caja, según nosotros, una mayor cantidad de plata, y ya en últimas, salir corriendo.

Lo que podría parecer poco dinero obtenido gracias a nuestra habilidad para el escamoteo, eran realmente grandes cantidades en manos de unos pequeños. Aquellas  imprudentes mañas habían sido adquiridas por nuestras ganas de respirar. Pasaron los años y de mí se apoderaron las cadenas de la rutina y uno empieza a respirar gran parte del día por efectos naturales, ya no por aquella fulgurante chispa que no permite quietud.  Cuando conseguíamos veinte pesos llevando a cabo múltiples y disparatadas tareas, consecuencia de nuestra hiperactividad, sentíamos que las monedas no cabían en nuestros bolsillos.

Recuerdo también que en las noches, con tan sólo un peso, visitábamos las arenas de lucha libre allá en Querétaro, donde solían presentarse luchadores de gran calibre como “El Santo”, “Black Shadow”, “La Tonina Jackson”, “Karloff Lagarde”, “Blue Demon” o “Mil Máscaras”, los súper héroes y villanos de ese entonces. Ahí estaban todos a tan solo unos metros de distancia: el bien contra el mal, la nobleza contra la trampa. Al término de dichas funciones nos colábamos en los camerinos, a veces para recibir solo un saludo, otras tantas, para responder incógnitas. Hay en la lucha libre mexicana un culto al anonimato, probablemente lo que más valor tiene en aquel deporte es el mantenerse lóbrego e incalculable, pero éramos niños y la curiosidad superaba cualquier formalidad. En ocasiones, tuvimos la suerte de ver sin máscara a esos hombres que hacía unos momentos volaban frente a nosotros y eran ovacionados por las masas en cualquier cuadrilátero al que subieran. Los hombres cuyas habilidades les  valían para protagonizar películas y sobreponerse a cualquier tipo de peligro. Toda esa dimensión se reducía en un momento de inadvertencia, y aquella fábula se tornaba real. El ídolo se veía como cualquier hombre que caminase imperceptible por la calle.

Las luchas terminaban tarde y teníamos que regresar a casa sin despertar a nadie. Aún me acuerdo: de aquel enorme portón de madera del cual colgaba una aldaba típica (la del león sujetando con los dientes el aro de metal) dejábamos entreabierto el postigo para así tener acceso a la huerta, un bello lugar lleno de aromas y colores que inundaban de placer los sentidos; caminábamos entre los perales, manzanos, los árboles de granada y las palmeras datileras para llegar a la casa... dormíamos.

De aquellos días mucho queda por decirse. No se pierda la segunda parte de esta relatoría la próxima semana en Revista Columnas.

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