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Luz en la oscuridad

Por Ángel Estrada

Una noche, de regreso de la escuela, caminaba entre mis calles rumbo a casa con paso veloz, pues casualmente se había cortado la electricidad en toda la colonia. Al llegar, entre la luz de un par de velas que iluminaban la sala, mi mamá me contó que llevaban tres horas sin luz.

No había electricidad, y por lo tanto, tampoco internet. Para entonces tampoco tenía crédito, por lo que no había tampoco datos. ¿Qué se supone que iba a hacer de las 9 de la noche en adelante, en una casa donde todo mundo suele dormirse después de medianoche?

Entré a una habitación para saludar a papá y a mamá Soco (mis bisabuelos); ella estaba acostada, esperando con muchas ansias que volviera la luz para ver la televisión. Él estaba trabajando sobre su mesa, cortando unas plantillas y boleando un par de zapatos casi a la par: cortar un trozo, pintar un pedazo de zapato, cortar, pintar. Todo eso bajo una tenue luz de otra vela delgada.

— ¿Cómo estás, papá?

— Más viejo, angelo. Aquí chambeando un rato en lo que nos alumbran.

— Pero cuando vuelva la luz vas a seguir trabajando, ¿no? —le pregunté.

— ¡Pos’ sí!

Acto seguido, me senté en un pequeño banco que tiene junto a su cama, y todo pareció iluminarse en torno a él. No recuerdo qué pregunta le hice, pero fue respecto a si la luz de aquella diminuta vela era suficiente (en realidad ya no había más). Me respondió que sí de una forma peculiar:

— ¡Uy, angelo! Hace años trabajaba igual de noche con lámparas de petróleo, y esas iluminaban a veces hasta menos que esto.

Papá comenzó a contarme acerca de esas lámparas, de cómo, cuando era más joven, sus padres lo mandaban a comprar petróleo allá en Zitácuaro, Michoacán, y de cuántas lámparas utilizaban para iluminar su casa.

Aquel breve intercambio abrió paso a una de las conversaciones más gratas que he tenido la dicha de escuchar en toda mi vida. El viejo me habló explayadamente de Zitácuaro y sus años de infancia y juventud. Es un hombre al que le gusta hablar y que lo escuchen. De pronto ya estábamos hablando de los huertos de guayabos de los que cortaba los frutos frescos para comerlos “así, sólo quitándoles el polvo”. Enseguida comenzó a narrarme lo que se hacía en la fiesta grande del pueblo y de lo magnífica que era para ponerse briago con poco dinero.

Después me habló del supuesto fuego que brotaba del piso en ciertos lugares (no sé cómo llegamos a ese punto), indicando que abajo había dinero enterrado, pero que era dinero malo, del diablo, escondido ahí por personas que en vida fueron malas. También de los caminos de terracería que su madre tenía que atravesar para llegar a casa, y de cómo en ellos —contaban— cerca de las vías férreas, el alma de una mujer en pena se acercaba sigilosa a quienes pasaban. Lo narraba con tanta seriedad que se me erizó la piel más de una vez. Era el escenario perfecto para ese tipo de historias.

Papá siguió hablando de ello un buen rato, y yo solo lo interrumpía para preguntarle cómo eran ciertos elementos de lo que me contaba. Yo estaba cautivado con las historias del viejo.

En resumen, aquella conversación rodeada de oscuridad fue, por decir lo menos, fascinante. De pronto ya era la 1 de la mañana, y poco rato después, la luz regresó, aunque él ya me había alumbrado lo suficiente para entonces.

Hoy atravesamos por un momento donde de pronto parece que la luz se ha ido, que nos encontramos a oscuras, y que ver más allá de aquella densa oscuridad es muy difícil. Quienes le tememos a la oscuridad, encontramos en ella sentimientos que nos perturban por ratos, y que nos hacen desear con ansias que el amanecer llegue pronto, o que aquel corte de luz no se prolongue por horas.

Pero en estos momentos, donde pareciera que una densa oscuridad nos ha cubierto y nos ha aislado en cuatro paredes, es preciso preguntarnos si entre toda esta penumbra puede haber destellos de luz que iluminen nuestro alrededor.

Esta ausencia de luz no es literal, desde luego. A estas alturas, la gran mayoría anhelamos poder salir de casa, volver a caminar entre la gente, e incluso sentir los empujones que tanto maldecimos en la normalidad. La ausencia de luz radica en no poder ver más allá de lo que nuestras ventanas nos permiten, no tener la posibilidad de sentir el calor del sol mientras andamos por las plazas y parques, o no poder sentir la lluvia cayendo sobre nuestras cabezas, mientras nos apresuramos a cubrirnos bajo el marco de una tienda o edificio. La ausencia de luz radica también en cerrar ojos, oídos y labios a quienes hoy nos rodean en casa, con quienes quizá han sido pocas las oportunidades que hemos tenido de entablar conversaciones profundas en los días previos a esta crisis, ya sea por las pesadas rutinas o por las diferencias que podrían existir entre partes.

Hoy y siempre, una gran fuente de luz es el diálogo. Con él no solo podemos conocer cosas maravillosas y sumamente valiosas, sino que podemos encontrar salidas a problemas que se solucionan con algo tan simple como hablar, externar y compartir. ¿Cuántos problemas menos no tendríamos, tanto en lo individual como en lo colectivo, si todo lo hubiera mediado el diálogo? ¿Cuántas historias increíbles no nos hemos perdido por dejar pasar al mortal tiempo sin reserva, haciendo a un lado la posibilidad de conversar con quienes nos acompañan?

Por eso hoy solo quiero invitarles a que, en estas horas de penumbra por venir, abran su corazón, escuchen más, externen más, descubran cuántos mundos ocultos guardan las personas que hoy les rodean. Empápense de buenas historias, de anécdotas y recuerdos, y sean la luz que ponga moribunda a esta oscuridad no pedida.

Estoy seguro de que sus padres, sus hermanos y hermanas, abuelos y abuelas, tíos, tías, primos, vecinos, tienen historias increíbles para contar. Muchas de ellas, seguro provocarán su risa, muchas su llanto, su miedo, su deseo de saber más. Eso es lo valioso. Son tesoros narrativos que quedan marcados en el pecho si se les presta atención, y es de las maneras más afectuosas de conocer más acerca de aquellas personas y su infinidad de mundos.

Es verdad que existen un sinfín de contextos donde tratar de dialogar con alguien puede resultar difícil, y más aún cuando en el pasado pudieron haber existido fuertes diferencias. Pero quizá se pueda hacer un pequeño esfuerzo, y ser la parte que afloje la soga de la que ambos lados han estado tirando con fuerza, sin ceder. Una vez liberada la cuerda, las heridas de las manos, causadas por la fricción del tironeo, pueden sanar rápido. Luego, estrecharlas con la otra persona no causará el más mínimo dolor.

Encontremos en estos días aquellos caminos que inviten a la paz, a la tranquilidad, a una buena convivencia que se vuelva un estilo de vida, y que a la larga haga de esta una sociedad mucho mejor, mucho más pacífica, mucho menos violenta. Cuando todo esto pase, probablemente podamos descubrir que las cosas han cambiado para bien, y que fuimos nosotrxs, todxs, quienes hicimos que cambiaran, porque decidimos mediar, reparar, perdonar, descubrir y querer a través del diálogo. ¿Qué mejor?

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