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Aquellos días (Segunda parte)

Por Paolo Sánchez

Nos despertaba a eso de las ocho de la mañana aquel impulso, ese que invisibiliza el miedo con su fulgor y que hoy me parece distante. Nos íbamos a nadar al río. Queríamos llegar siempre temprano para encontrarlo solitario y silente; éste bajaba de los cerros, y en un punto de su largo andar, en un sitio no muy lejano a la casa de la abuela, formaba una posa hecha a nuestra medida. Tras media hora de caminata, llegábamos a ella. Era entonces que aquel apacible paisaje se colmaba de la incontenible e inocente algarabía infantil. Nos desnudábamos, mojábamos tímidamente nuestros pies y, tras unos minutos de espera, teníamos el atrevimiento de echarnos un clavado. Ya estando en el agua debíamos nadar sin parar para adaptarnos con mayor rapidez a su helada temperatura que causaba dolor en los testículos tras la primera zambullida.

Nos íbamos del río cuando llegaban unas señoras a lavar ropa y convertían el agua cristalina en una sustancia jabonosa y desagradable.

Otras veces en vez de ir al río íbamos al mercado de la Cruz (conocido popularmente de ésta forma por estar ubicado frente al templo de la Santa Cruz) ya fuera por encargo de la abuela (que nos pedía llevarle moscos para darle de comer a sus cenzontles) o también, porque siempre que sobraban algunos pesos en los bolsos era buena idea ir a ese lugar y comer todas las delicias que ahí se vendían: Los chorreantes camotes enmielados, cubiertos con una especie de jarabe espeso y empalagoso preparado con piloncillo; o los garambullos: pequeños frutos de tonos purpuras y rojos provenientes del nopal, con los cuales se preparaban licuados, jugos o jaleas, pero que nosotros comíamos así, sin más; nos metíamos puños enteros de ese manjar a la boca cuyo sabor era extremadamente dulce, similar al de las tunas, sabía también ligeramente fermentado dada la poca vida que el fruto tiene tras la cosecha. Comprábamos varias medidas de garambullos (latas vacías de atún o sardina repletas de aquella fruta).

Un sabor que igualmente se atraviesa por mi memoria es el del aguamiel: brebaje sacado directamente del Maguey y antecesor del Pulque, de consistencia acuosa y sabor azucarado. Se vendía en el mercado de la cruz en pequeños jarritos que bebíamos sin mesura.

Otras veces la abuela nos daba dinero; y sin tener que ir a las iglesias o caminar por las calles queretanas en busca de monedas olvidadas, visitábamos los balnearios. Querétaro tenía muchos lugares en los que sus habitantes podían ir a relajarse. En tiempos de calor, la gente solía reunirse en alguno de los varios escapes acuáticos de la ciudad. Uno de los más conspicuos era el piojito, construido en 1736 y ubicado en La Cañada, la cabecera del municipio “El Marqués”, donde el presidente Venustiano Carranza iba quizás (al abrigo de las aguas) a cavilar las situaciones a las que un mandatario de tal envergadura se enfrenta, o simplemente a distanciarse de aquellos discernimientos. Venía a Querétaro cuando se veía en la penosa necesidad de sancionar a algún miembro de su grupo político (los carrancistas) cuando éstos cometían excesos (entrar a algún templo religioso y profanarlo quitándole los ropajes a los Santos, tocando en el órgano canciones como “la cucaracha” o quemando obras de arte encontradas en esas iglesias) en la coyuntura de la formación del congreso constituyente.

El jacal era otro de esos balnearios tradicionales de la ciudad, ubicado junto a la salida a Celaya. Es el jacal, indudablemente, uno de los sitios más referenciados por los que vivieron en el Querétaro de mediados del siglo XX; éstas albercas públicas se encontraban dentro de un hotel del mismo nombre. El trayecto era largo pero valía la pena. La abuela nos daba tres pesos y con eso era suficiente; el autobús que nos dejaba a mitad de la carretera costaba 40 centavos, al bajar, caminábamos durante varios minutos hasta encontrar dos albercas, una para hombres y otra para mujeres; la entrada suponía pagar un solo peso.

Una vez ahí, nos aventábamos clavados y buceábamos para encontrar aretes y cadenas que los distraídos perdían al meterse al agua. Alguna vez, por casualidad, habíamos encontrado unas arracadas y así se forjó una costumbre que duraría  muchos años. Siempre que encontrábamos algo se lo regalábamos a la abuela. Si no encontrábamos nada que regalar a la abuela, al salir del jacal nos metíamos a los sembradíos de uvas que se encontraban enfrente, arrancábamos todos los racimos que podíamos, los metíamos debajo de nuestras ropas, en los bolsillos y en los brazos para llevarlos a casa. Hoy, muchos de esos plantíos han quedado sepultados por el concreto y han sido remplazados por hoteles. Algunos aún se aferran a la vida.

Ya mencioné a los cenzontles, pequeñas aves de plumaje elegante y gris, ojos amarillentos y patas y pico negros. A mi abuela le encantaban los cenzontles por su canto y había adquirido la costumbre de darles de comer moscos muertos del río que se vendían en la Cruz y con ellos alguna que otra diminuta piedra de hormiguero, que según ella, los hacían entonar aquellas melodías que tanto le agradaban.

Para conseguir las piedras de hormiguero había que buscarlas en la estación de trenes, trenes que recorrían todo el bajío cargados de muy variadas mercancías. En el patio de dicha estación, muchas veces nos encontramos al maquinista acomodando vagones. Nos pedía ayuda y nosotros accedíamos solo por diversión; la dinámica era sencilla pero violenta. Nos colocábamos entre el vagón y la locomotora; ésta iba aumentando la velocidad progresivamente, era entonces cuando sonaba el silbato y debíamos accionar una palanca para que se soltase el gancho de acople y el vagón quedara suelto; trepábamos a la parte superior del tren y girábamos con fuerza un volante para que se activaran los frenos y el coche no chocase de forma desmedida con el resto de furgones; nos agarrábamos con mucha fuerza de la escalera situada al costado del vagón para recibir el impacto. Según el maquinista y la lógica, si nos llegábamos a soltar de la escalera, 40 toneladas terminarían aplastándonos; pero cuando no habla la experiencia sino el aliento, el peligro se vuelve diminuto y casi imperceptible.

Pasábamos horas en la estación y por último conseguíamos las piedras de hormiguero para hacer cantar a los cenzontles. Llegando a casa, un profuso dolor nos invadía los sobacos; según la abuela, ocasionado por los piquetes de hormigas rojas. La solución consistía en colocar un diente de ajo en cada axila. Se trataba de uno de esos tantos secretos de origen incierto y asombrosa efectividad; a lo mejor porque la magia y los efectos sanadores son connaturales de las madres, tías y abuelas mexicanas.

Íbamos también al parque Obregón a trepar inmensos árboles y ver 3 películas (El santo contra las mujeres vampiro, el museo del horror, A volar joven, Hércules…) por tres pesos; y pasados los años, para ver pasar a las muchachas, cruzar tímidas miradas y continuar el camino con la traviesa adrenalina que también arremolina las tripas.

Si algo se aprende sobre la marcha es que todo responde a la misma naturaleza de desaparición: La flor marchita, el amor, el suspiro que se pierde con el viento, el mundo… nuestro mundo, la juventud, las desdichas y los logros que cosechamos a lo largo de la vida. Perdemos el tiempo, la salud, el rumbo justo a la mitad del camino. Alguna vez me dijeron que la clave de la felicidad es el desapego; a mi parecer es una respuesta que contraviene la naturaleza humana. Decidí resignarme y aferrarme a los recuerdos que asaltan mi cabeza y a los paisajes desaparecidos, a aquel México que fue y ya no es, a los secretos de la abuela, a las aventuras… a los saltos al vacío, y a dejar hablar de vez en cuando a la chispa fulgurante que no permite quietud y cuyo resplandor me recorría con intensidad.

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