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Perderle el miedo al miedo

Por Verónica González.

Las reglas no escritas de la sociedad dictan que nuestro comportamiento siempre debe ser controlado, disciplinado hasta el punto en que no afecte los ritmos de productividad propios de la vida cotidiana. Cualquier perturbación conductual que represente un punto de quiebre emocional y traiga consigo la postergación de obligaciones será descalificada, dado que es incompatible con las lógicas de eficiencia que hemos interiorizado… Como si tuviera algo de malo mostrarse humano de vez en cuando.

De entre esas perturbaciones conductuales indeseadas, quizá la más incomprendida sea el miedo, y no me refiero a ese miedo ocasional, que se hace presente en situaciones de evidente riesgo, que es relativamente tolerado por el conglomerado social, justificado por su carácter coyuntural, transitorio. Me refiero a ese otro miedo, el que permanece latente, el que no sólo paraliza sino que enajena, el que pareciera no estar justificado socialmente porque conlleva periodos mayores de improductividad… Este miedo, de carácter más crónico, es el que pareciera ser minimizado y negado por las mayorías.

Existe una suerte de "Pacto colectivo de silencio" respecto a ese miedo casi invisible, ya que los temores que entran en tal categoría resultan más difíciles de explicar.

¿A qué le teme una sociedad como la nuestra? Pese a que el tema casi siempre se maneja en el terreno del tabú, es fácil aproximar una respuesta: Hay miedos generalizados, como el miedo al fracaso económico-profesional, a las múltiples expresiones de la delincuencia, a la inminente catástrofe climática, a enemigos intangibles como las enfermedades, el paso del tiempo, la soledad… Si hay tantos miedos en los que la sociedad puede reconocerse, ¿Por qué pareciera existir una negación generalizada a exteriorizarlos?

A mi parecer, somos víctimas de una auto-represión, mal entendida como fortaleza, que, a la hora de interactuar, nos impide reconocer nuestras preocupaciones e inquietudes en el otro, por lo que contribuye a la des-sensibilización y el progresivo deterioro de las relaciones sociales.

Pero esto tampoco es del todo culpa nuestra, al menos no de forma consciente. Quizá existe un miedo a hablar de nuestros miedos porque el hacerlo conllevaría consecuencias desastrosas: ¿Cómo podemos permitirnos el lujo de mostrarnos débiles ante una sociedad regida por el darwinismo social y su malinterpretación de la ley del más apto? Pareciera que resulta más lógico reprimir los rasgos de debilidad, ya que, de no hacerlo, nos transformamos en un blanco fácil para los "depredadores al acecho".

Las consecuencias del "pacto de silencio" en el individuo que se atreve a exteriorizar sus miedos son esperables: Ridiculización, patologización y, finalmente, ostracismo social… Pero, ¿Qué sucede con los sujetos que no admiten sus miedos? Llama la atención cómo parecen haber surgido canales de evasión emocional cada vez más creativos, que impiden una exteriorización real de las inquietudes y frustraciones. En gran medida, estos canales son dados por los medios, que ofrecen opciones de entretenimiento que canalizan el disgusto general de forma que el individuo, a través de la burla que hace de sí mismo, se acostumbra a la resignación, ante la imposibilidad de ascenso social, seguridad y auto-realización.

Es evidente que ese pobre trabajo emocional es producto de factores convergentes: La ridiculización de las disciplinas enfocadas en el tema; el desinterés de las instituciones estatales por la salud psico-emocional, la cultura machista y adultocéntrica… Resulta un panorama desolador, ya que, ante el abandono del conjunto social, ¿Cómo puede el individuo sentirse dispuesto a reconocerse en su miedo?, ¿Qué tan efectivas serán sus estrategias para sobrellevarlo?

Romper el patrón de represión emocional y "perderle el miedo al miedo" será un largo proceso, que requerirá extender el acceso a la salud psicológica para que ésta deje de ser un privilegio… Pero tampoco podemos caer en la trampa de individualizar problemas colectivos patologizando malestares sociales y problemáticas estructurales.

Es urgente retomar los lazos colectivos y reflexionar abiertamente respecto a nuestros miedos. Sólo a través de ese intercambio empezaremos a cuestionarnos qué los causa y podremos actuar en consecuencia y, quizá, dar un primer paso para generar un cambio. Sólo así podremos ir desmontando la idea de que no podemos permitirnos momentos de retrospección, vulnerabilidad y, ¿Por qué no?, de improductividad.

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