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Sobre la reconstrucción de los vínculos.
Por Melissa Cornejo

Por algún motivo, últimamente me han hecho con frecuencia la misma pregunta: “¿cómo le has hecho para mejorar tu relación con...?” por lo que he decidido tomarme un momento y pensarlo de verdad, a consciencia. Porque claro, sé que el ir a terapia, estudiar psicología e interesarme por temas del comportamiento humano me ha ayudado a conocerme mejor y entender a las personas con las que me relaciono, y dar esa explicación a la gente bastaría. Pero eso no me parecía suficiente —ni honesto— para expresar todo lo que el proceso implicó. Fue entonces que recordé las pláticas que tuve con un amigo muy querido, quien me enseñó que los vínculos no son estáticos y así como se pueden cortar, pueden ser reconstruidos siempre y cuando se esté dispuesto a trabajar en ellos y a tener conversaciones incómodas.

La mayoría de nosotros estamos familiarizados con la idea que nos ha vendido nuestra cultura: esa de soltar y deprendernos de todo aquello que nos hiere y es difícil de gestionar, e incluso hemos ido tan lejos como acuñar un término para todo eso. Tóxico, le hemos llamado; creemos que todo aquello que supone humildad, pláticas largas y trabajo, es demasiado complicado y no vale la pena. Porque nos han contado que los vínculos tienen que ser buenos en sí mismos, y fáciles todo el tiempo, si no, esa es la prueba irrefutable de que esa persona tenía que salir de nuestra vida a la brevedad. Poco se nos ha enseñado sobre la compasión, la paciencia, la comprensión, el perdón y la escucha. Las relaciones interpersonales suponen trabajo constante, gestión emocional y apertura.

Hay relaciones que son tan importantes en nuestra vida que vale la pena luchar por reconstruirlas y recuperar el vínculo. No se trata de aferrarnos, sino de ser capaces de reconocer que hay ocasiones en las que tenemos que dar un paso atrás, revisar el vínculo y lo que nos representa, y ceder. En esta ocasión hablaremos principalmente de las relaciones familiares, porque la poca información que hay sobre la reconstrucción de vínculos se enfoca exclusivamente a las relaciones de pareja.

Uno de los principales mitos que distorsionan nuestras creencias sobre las relaciones familiares, —y que más frustra y limita—, radica en que estos vínculos, por su naturaleza, deben surgir, mantenerse y arreglarse de manera natural, sin esfuerzo, porque está en nuestro ADN llevarnos bien con ellos nomás porque su sangre corre por nuestras venas. ¿Y si nos tomáramos un momento para ver la relación desde otro lado? ¿Y si pensáramos en nuestros familiares como seres humanos con aciertos y errores, con fracasos y heridas que probablemente nunca compartirán con nosotros? ¿Y si pensamos en nuestros padres, —o cuidadores primarios—, como personas que hicieron lo mejor que pudieron hacer con lo que tenían y sabían en ese momento? ¿Cambiaría algo?

Uno de los ejercicios que más me gusta hacer, y que más me ha servido a la hora de reparar este y cualquier otro tipo de vínculos, es imaginarme a la persona en cuestión como un niño, adolescente, o joven adulto que quizá en algún momento necesitó comprensión, afecto, —o todo eso que no fue capaz de darnos cuando lo precisamos—, y no lo recibió. Por nuestra cercanía con la persona, es muy probable que estemos seguros de que así fue en la mayoría de los casos. Y si esa persona no lo recibió, —ni supo cómo trabajarlo posteriormente— ¿cómo podríamos exigírselo?

Para reconstruir vínculos de manera efectiva sin enloquecer en el proceso debemos tener la apertura para perdonarles eventualmente, y muchísima paciencia, pues el perdón y la compasión no llegan de un día para otro, —ni serviría mucho que así fuera, pues en todo caso, no serían auténticos—, por lo que debemos estar conscientes de que nos enfrentamos a un proceso largo y muy, muy doloroso. También, debemos aprender a expresar nuestras necesidades afectivas y reconocer qué podemos pedir y esperar de esa persona y qué no, y asimilar que el hecho de que esa persona no pueda darnos absolutamente todo lo que queremos o necesitamos, no debe ser tomado como algo inherentemente malo, como que el vínculo no es lo suficientemente fuerte, o que la otra persona no quiere darnos todo lo que le pedimos. Tal vez esa persona no esté lista para ser tu padre, tu madre o tu hermano, pero puede ser tu amigo, consejero o mejor cómplice.

Hay vínculos por los que vale la pena luchar, meterse al fango hasta la barbilla, llorar y hacer el trabajo emocional que haga falta. A veces, como en mi caso, hacerlo puede cambiarnos —y salvarnos— la vida. Resignifiquemos el amor de familia. Tengamos la humildad suficiente para abrazar lo mucho o poco que puedan darnos por el momento. Celebremos que las relaciones no son estáticas y pueden evolucionar. Hagamos el trabajo.

Escribir esto es una forma de agradecerle a mi amigo, de platicarle lo mucho que me sirvió su contención, amor y sabiduría, y claro: de pasarles el secreto a todos los que lean este texto.

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